27/1/15

Una noche por Madrid

 por Ariel Beramendi

Sólo por una noche de paso por Madrid, me hospedé en una casona a la sombra del Museo del Prado, la ama de llaves arrastrando sus pasos me mostró la habitación al final del interminable y obscuro corredor que en sus muros custodiaba viejos cuadros. Era claro que es corredor y la habitación era el lugar menos transitado de la casona de tres pisos.

Me encontré solo en esa habitación y con las llaves en mis manos. Sólo un par de pequeñas ventanas con espesas cortinas impenetrables al tiempo y al febril ritmo de la capital madrileña.


Caminar Cibeles, Gran Vía  y Plaza Mayor fue suficiente para matar el tiempo en ese triángulo de las Bermudas español; y acompañado de la media noche llegué cansado a mi aposento improvisado después de cruzar tres puertas blindadas.

Usé mi valija como mesita de noche para poner allí el despertador telefónica y caí rendido sin más novedad, sino fuera porque alrededor de las tres de la madrugada me despertaron ruidos que venían desde la dirección de la pequeña puerta de la habitación; abrí mis ojos y vi la sombra de un niño que atisbaba por la puerta entreabierta de donde venía una penumbra azulada. Me senté en la cama y lo vi entrar, vestía zapatillas de otra época, pantalones cortos con una lazo que le hacía de cinturón, y un jersey de lana que le quedaba grande, detrás de él entraron al menos cinco personas más, dos de ellos estaban tomados de la mano; él vestía de militar y ella con una diadema importante en la cabeza con una mantilla que le llegaba hasta los talones.
- ¿quiénes son? Pregunté con mi voz noctámbula: ronca y temblorosa; me asusté cuando vi que ellos no caminaban mientras rodeaban mi cama, sino que flotaban a pocos centímetros del suelo. Tomé coraje al ver que no decían nada me animé a decirles:
 - oh ilustres señores, tened la bondad de presentaros, vosotros que habéis tenido a bien despertar a este humilde forastero, peregrino de una noche por Madrid. ¿Es que no os habéis entrenado en la iluminante virtud de la hospitalidad?

Entonces la noble pareja me contestó: - Somos don Alfonso y doña Eugenia que a inicios del siglo XX contrajimos matrimonio en la Santa Iglesia de los Jerónimos, vivimos en los cuadros que esperan restauración y estaremos aquí hasta que nos devuelvan remozados al museo.
– ¿y este niño? – Pregunté.
– un infante real de otra época en espera de restauración igual que los demás.

A la par se acercó una monja y comentó
– yo soy una santa de la casta de otros tiempos, se ve que ya no somos importantes pues nos tienen aquí esperando tanto tiempo; sigo ejercitando la virtud de la paciencia y la obediencia hasta después de fallecida.

También había un monje con el rostro inclinado, desde mi lecho pregunté por él porque vi que no levantaba la mirada; mis visitantes me dijeron:
– él  no pertenece a ningún cuadro, era el guardián del claustro del convento que ahora no existe más, pues fue fagocitado por el museo hace diez años y como tiene prohibida la entrada al Museo del Prado, el pobre fraile ahora vagaba por esta casa como monje sin convento.

– Ilustres amigos – dije – dejadme dormir porque he tenido un día muy estresante entre el Corte Inglés y Zara, y aunque en esta cuesta de enero están de rebajas, todo lo útil está agotado.


Una manta de mi cama estaba por los suelos, con disimulo la acomodé y me cubrí con ella la cabeza para cazar nuevamente el sueño esperando que tan ilustres personajes no me despertaran nuevamente. Por fortuna no lo hicieron.

(enero 2015)

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