Sólo por una noche de paso por Madrid, me hospedé en una
casona a la sombra del Museo del Prado, la ama de llaves arrastrando sus pasos
me mostró la habitación al final del interminable y obscuro corredor que en sus
muros custodiaba viejos cuadros. Era claro que es corredor y la habitación era
el lugar menos transitado de la casona de tres pisos.
Me encontré solo en esa habitación y con las llaves en mis
manos. Sólo un par de pequeñas ventanas con espesas cortinas impenetrables al
tiempo y al febril ritmo de la capital madrileña.
Caminar Cibeles, Gran Vía y Plaza Mayor fue suficiente para matar el tiempo en ese triángulo de las Bermudas español; y acompañado de la media noche llegué cansado a mi aposento improvisado después de cruzar tres puertas blindadas.