Sólo por una noche de paso por Madrid, me hospedé en una
casona a la sombra del Museo del Prado, la ama de llaves arrastrando sus pasos
me mostró la habitación al final del interminable y obscuro corredor que en sus
muros custodiaba viejos cuadros. Era claro que es corredor y la habitación era
el lugar menos transitado de la casona de tres pisos.
Me encontré solo en esa habitación y con las llaves en mis
manos. Sólo un par de pequeñas ventanas con espesas cortinas impenetrables al
tiempo y al febril ritmo de la capital madrileña.
Caminar Cibeles, Gran Vía y Plaza Mayor fue suficiente para matar el tiempo en ese triángulo de las Bermudas español; y acompañado de la media noche llegué cansado a mi aposento improvisado después de cruzar tres puertas blindadas.
Usé mi valija como mesita de noche para poner allí el
despertador telefónica y caí rendido sin más novedad, sino fuera porque alrededor
de las tres de la madrugada me despertaron ruidos que venían desde la dirección
de la pequeña puerta de la habitación; abrí mis ojos y vi la sombra de un niño
que atisbaba por la puerta entreabierta de donde venía una penumbra azulada. Me
senté en la cama y lo vi entrar, vestía zapatillas de otra época, pantalones
cortos con una lazo que le hacía de cinturón, y un jersey de lana que le
quedaba grande, detrás de él entraron al menos cinco personas más, dos de ellos
estaban tomados de la mano; él vestía de militar y ella con una diadema
importante en la cabeza con una mantilla que le llegaba hasta los talones.
- ¿quiénes son? Pregunté con mi voz noctámbula: ronca y
temblorosa; me asusté cuando vi que ellos no caminaban mientras rodeaban mi
cama, sino que flotaban a pocos centímetros del suelo. Tomé coraje al ver que
no decían nada me animé a decirles:
- oh ilustres
señores, tened la bondad de presentaros, vosotros que habéis tenido a bien
despertar a este humilde forastero, peregrino de una noche por Madrid. ¿Es que
no os habéis entrenado en la iluminante virtud de la hospitalidad?
Entonces la noble pareja me contestó: - Somos don Alfonso y
doña Eugenia que a inicios del siglo XX contrajimos matrimonio en la Santa
Iglesia de los Jerónimos, vivimos en los cuadros que esperan restauración y estaremos
aquí hasta que nos devuelvan remozados al museo.
– ¿y este niño? – Pregunté.
– un infante real de otra época en espera de restauración
igual que los demás.
A la par se acercó una monja y comentó
– yo soy una santa de la casta de otros tiempos, se ve que
ya no somos importantes pues nos tienen aquí esperando tanto tiempo; sigo
ejercitando la virtud de la paciencia y la obediencia hasta después de
fallecida.
También había un monje con el rostro inclinado, desde mi
lecho pregunté por él porque vi que no levantaba la mirada; mis visitantes me
dijeron:
– él no pertenece a
ningún cuadro, era el guardián del claustro del convento que ahora no existe
más, pues fue fagocitado por el museo hace diez años y como tiene prohibida la
entrada al Museo del Prado, el pobre fraile ahora vagaba por esta casa como
monje sin convento.
– Ilustres amigos – dije – dejadme dormir porque he tenido
un día muy estresante entre el Corte Inglés y Zara, y aunque en esta cuesta de
enero están de rebajas, todo lo útil está agotado.
Una manta de mi cama estaba por los suelos, con disimulo la
acomodé y me cubrí con ella la cabeza para cazar nuevamente el sueño esperando
que tan ilustres personajes no me despertaran nuevamente. Por fortuna no lo
hicieron.
(enero 2015)
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