escrito por "DON ARIEL"
La joven
Valentina, mestiza de varias generaciones, morena fuerte y bella, caminaba por
las calles empedradas rumbo al templo situado en la Plaza mayor al otro lado
del ayuntamiento del pueblo de Arani, rincón colonial de la Villa de Oropeza
que un tiempo había sido importante y que con la república su historia de
glorias había iniciado la pena cotidiana del olvido. Como todas las madrugadas
del primer viernes del mes, Valentina llevaba flores a la Virgen de la Bella;
Una mañana al cruzar la invernal plaza, vio que por tercer día consecutivo un
forastero dormía en la plaza, cubierto con un lecho improvisado de talegos y
bolsas vacías que las mercaderas ya no usaban. Nadie sabía de dónde venía o a
donde iba el desconocido forastero, anciano harapiento de pelos desordenados y
de mirada perdida; y al nadie saber su procedencia o destino nadie en el pueblo
le extendió una mano solidaria de hospitalidad.
Sin embargo, esa
mañana de invierno al salir del templo, Valentina, que había horneado pan la
noche anterior, regaló en silencio un pequeño bulto de viáticos al peregrino
que nadie quería conocer saciando su hambre de pan y de atención. Valentina
nunca habría entendido has muchos lustros después las palabras de gratitud del forastero ante
su espontánea caridad; el forastero le balbuceó al oído: “mi pequeña, treinta
noches pasarán y doce angelitos te salvarán”. Esa era una mañana cualquiera y
como tal quedó sepultada entre los recuerdos incomprendidos de una vida
campesina que entre cultivos y cosechas vio pasar su vida y perdiendo poco a
poco a las personas que amaba y que le amaban.
El polvo de lo
años fue cubriendo la monotonía del pueblo de Arani, mucha gente había dejado
el pueblo, y una de tantas tardes cuando Valentina contemplaba el agua de
lluvia que había almacenado en uno de los innumerables cántaros en los que
juntaba agua, vio borrarse su juventud para siempre y en el fondo de uno del
recipiente contempló el reflejo de una anciana campesina, casi ermitaña, de una
finca colonial que había heredado de sus patrones tras tantas reformas agrarias
de los gobiernos populares.
La vida del
pueblo era como la de cualquier otro, con la pena del olvido y sin la gloria
del pasado, o como muchos resumían en el mismo pueblo “un pueblo sin pena ni
gloria”. Los días y las noches pasaban sin más comentario, acumulando la
historia ignota de ese rincón.
En el pueblo no
habían novedades, fuera de los chismes de las comadres esquineras que adornaban
la vida y obras de amigos y enemigos del vecindario; como era lógico el número
reducido de residentes en el pueblo tenían sus apodos; la anciana Valentina y
Victorita eran llamadas “las abandonadas”, porque nadie recordaba cuándo fue la
última vez que algún familiar las visitara desde que estas desde que la madre
de Victorita se fue a recuperar a su marido a la ciudad, y no tuvieron más
noticias de ella ni del marido.
La anciana
Valentina ya no salía más que a la puerta de su casa para ver de sentada
transcurrir el último tramo de su vida y era inútil contar a Victorita si había
alguna novedad por el pueblo; pues su nieta pasaba todo el día fuera ganándose
la vida y por las tardes regresaba a casa llevando un cesto de verduras, miel o
leche que intercambiaba o compraba en el mercado donde también ella vendía lo
que cultivaba en los terrenos de su abuela Valentina.
No habían grandes cosas que contar hasta que una
mañana del primer día del nuevo mes de octubre
Victorita llevó a la abuela el rumor del que todos hablaban en el
pueblo: “Ayer domingo un mendigo que estaba pasando por el pueblo murió de hambre
sin comer ni beber por tres días; todo ha pasado en la Plaza Mayor donde él
estaba, y lo encontraron tirado en los jardines de la plaza. Nadie lo ayudó;
mamay es una pena!”, se quejó Victorita;
y continuó: “Dicen las señoras del mercado que lo han tenido que enterrar como
aun pobre desgraciado y sin compañía y que fue sepultado en ataúd usado porque
no tenía como se dice dónde caerse muerto. Sólo el cura y el sepulturero
terminaron el trabajo de dar cristiana
sepultura a ese pobre hombre!”
Mientras
escuchaba a su nieta, Valentina escarbaba sus recuerdos porque en algún momento
de su vida creía haber escuchado esta historia pero con final menos infeliz.
- “Hija, mi madre
siempre me ha enseñado lo que te repito,
mientras se pueda hay que ayudar, nunca se sabe, puede llegar el día que
tú necesites la ayuda de la persona a la que tú se la has negado”, sentenció la
anciana
Luego de esta
triste nota, pasaron los días y la gente en el pueblo, como todos los años, se
alistaba a celebrar el mes de los muertos. Cuando el calendario anunció
noviembre, muchas familias iniciaban a pensar la decoración de las mesas que
vestían con largos manteles negros y que decoraban con todo tipo de comida, que
según la tradición debían ser del agrado del difunto. Familias enteras por unos
días se transformaban en artistas culinarios y diseñadores de las t’anta mesas
como se denomina en lengua quechua a las “mesas de muertos o de todos santos”
que se armaban con el objetivo de recordar a los difuntos de ese año y recibir
parientes, vecinos y conocidos que venían a visitar y a rezar por el alma de
los muertos de frente a las t’anta mesas. Así, en el pueblo había una
competencia subterránea para ver qué familia tenía el mayor número de rezadores
que además serían heraldos de las proezas arquitectónicas y culinarias que
había visto sobre las famosas t’anta mesas.
En Arani como en
otros pueblos de la zona durante las noches del mes de noviembre pequeños y
grandes visitaban las casas que tenían al ingreso un moño de cinta negra, como
señal que durante ese año un ser querido había fallecido y que en esa casa se
había guardado un luto rigoroso vistiendo de negro, sin asistir a fiestas y
mucho menos participar de bautizos ni matrimonios durante todo un año; sólo se
debía pensar en tener la mejor t’anta mesa del pueblo durante el mes de
noviembre del año en el que se llevaba el luto.
Esa tradición era
intocable, todos los años el primer día de noviembre por la noche se festejaba
la memoria de los muertos hasta el amanecer. Grupos de amigos y parientes,
jóvenes y adultos iban de casa en casa rezando y entonando cantos del alabanzas
frente a las mesas entronadas por alguna foto monocolor de la persona que había
partido de este mundo. Esos cantos y oraciones eran plegarias transmitidas de
abuelos a padres y de padres a nietos que se entonaban para contar la vida que
habían tenido los difuntos y la vida que estarían teniendo ahora al otro lado
del pasadizo de la tumba. Así se rendía honor a los muertos en este pueblito a
quienes los vivos les dedicaban un mes, iniciando al anochecer del día de todos
los santos el primer día de noviembre; y terminando con San Andrés, que marcaba
el final de los macabros y alegres festejos de la muerte.
Cuando faltaban
pocos días al final del mes de octubre, durante las tibias tardes de una
primavera que ya se despedía, al terminar del día laboral muchas mujeres se
dedicaban a los preparativos de los festejos del mes entrante. La anciana
Valentina, una de las olvidadas repentinamente era recordada por sus vecinas y
aledañas porque a ella se dirigían muchas mamás que dejaban durante el día a
sus críos en la casa de esta abuela, mientras ellas se sumergían en la
proyección de sus altares de cuatro patas para sus difuntos; al fin y al cabo
sabían que la anciana tenía a la nieta que le ayudaba y que después de todo la
anciana así se sentía útil.
Esta rigurosa
tradición no tenía nada que hacer con los niños y recién nacidos. “Las wawas no
tienen vela en este entierro Valentina, mañana recojo a mis hijitos”, le cantaban
cada año las vecinas que se recordaban de las abandonadas durante ese mes con
el pretexto de la sabiduría popular de que lo niños no debían estar a solas en
una casa enlutada pues como se asustasen, sus almas se escaparían de sus
cuerpecillos y no aprenderían ni a leer, ni a escribir, y ni hablar;
convirtiéndose opas de por vida; y entonces mejor prevenir que lamentar que por
un susto el niño se quedara sin su almita y para esto las abandonadas daban una
mano cada año.
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Precedido por
crepúsculos cada vez más rojos; y con el rumor de las golondrinas que
regresaban a sus nidos entre los adobes y tejados de las casas de Arani, se
despidió octubre y al pueblo habían llegado los grupos de trovadores y
comparsas de los pueblos aledaños que todos los años se daban cita en el pueblo
valluno.
Cuando el primero
de noviembre por la noche las estrechas calles empedradas iniciaron a llenarse
de propios y extraños, se notó la peculiar presencia de una nueva comparsa de
siete personas que nadie conocía y que tras llegar al centro de la Plaza Mayor
iniciaron su retrete musical y fúnebre.
Los siete señores
que vestían trajes entre negro y azul marino con camisas amarillas que se veía
que un día fueron blancas, cada uno tocaba un instrumento; quien el saxofón,
quien la trompeta, otro el trombón, y así el clarín y el acordeón, y sólo dos
de ellos eran músicos de cuerdas, uno tocaba la guitarra y el otro el charango
– instrumento ancestral de los pueblos andinos que usa como caja de resonacia
el caparazón de un armadillo – . Esta comparsa había llamado la atención de
todo el pueblo porque nunca habían escuchado música tan melódica y tan triste a
la vez, era la receta musical que en muchas casas estarían buscando para darle
el toque de elegancia que las familias araneñas querían para destacarse de los
demás. Esa música era dulce y melancólica, y como se diría luego, entraba por
los oídos hasta llegar directo al corazón y dejar sembrado el deseo de estar
junto al muerto que se lloraba ese año. Era la música perfecta para las
celebraciones de noviembre y esa comparsa extraña que aparecía por las noches
en el pueblo sólo ofrecía su música en la plaza y no hablaba con nadie, pues
aparecían, tocaban su música y se marchaban.
Tampoco pasaban
inobservados sus viejos instrumentos que habían sufrido el mismo efecto de las
camisas amarillas que vestían sus intérpretes. Eran instrumentos ajados y
parchados por todas partes; pero se veía de lejos que sólo el charango era una
nueva adquisición. Cada instrumento tenía su estuche negro hecho de madera
donde guardaban sus sombreros cholos mientras interpretaban sus melodías.
La música de esa
desconocida comparsa completaba perfectamente el cuadro novembrino formado por
las fotos, flores, comida y visitas nocturnas en honor de los difuntos.
En tan sólo una
semana se convirtió en un rito esperar la media noche para escuchar la melodía
de esa singular comparsa de siete extraños músicos; cada vez que la única
campana de la Iglesia sonaba doce veces los músicos, llegados no se sabe de
dónde, iniciaban a tocar su música hasta las tres de la mañana y luego se
marchaban.
Para entonces
propios y extraños en el pueblo los habían escuchado, nadie se atrevió a
invitarlos dentro de una casa enlutada para tenerlos como huéspedes de honor;
por la noche se veían muchas ventanas y puertas entreabiertas para ponerse a tono
con las fiestas de noviembre al ritmo de las melodías de esa comparsa. Pero la
cuestión de fondo para la gente del pueblo era saber quiénes eran, o por lo
menos quién los había traído al pueblo y qué t’anta mesa tendría el honor de recibir la afortunada
delicadeza musical.
Pero oh sopresa.
El primer viernes del mes de noviembre a media noche, la comparsa visitante,
inició como era costumbre a entonar su música , los pálidos músicos con sus
vestidos obscuros y en fila se dirigieron a la casa del alcalde que estaba de
luto por su padre y que, como era de esperar, había preparado una mesa de
difunto digna de una autoridad municipal. Lo primero que el señor alcalde pensó
fue que alguna familia que le debía
algún favor importante devolvía la cortesía de enviarle este afamado grupo de
músicos. Pero toda la gente del pueblo pensó que sólo por se alcalde se podía
permitir ser anfitrión de la comparsa musical que ese año adornaba el mes de
los difuntos.
Cuando la
comparsa se dirigió procesionalmente a la casa del alcalde sin parar de entonar
sus melodías, él los recibió ceremonialmente, saludando al mismo tiempo con la
mano derecha en alto a los curiosos que se habían reunido en la puerta
principal de su casona; el alcalde se veía altanero como siempre y orgulloso
por ser el primero del pueblo en recibir la codiciada visita; los músicos
continuaron tocando su música fúnebre hasta poco antes de las tres de la mañana
hasta que se fueron por donde habían venido.Pocos curiosos notaron que sólo
seis llevaban sus instrumentos, inadvertidamente uno de ellos había dejado un
instrumento detrás de la puerta de la casa del alcalde; la comparsa se dirigió
al centro de la plaza donde habían dejado los estuches de los instrumentos y se
alejaron del centro del pueblo; al centro de la plaza había quedado el estuche
del charango que fue llevado inmediatamente a la casa del alcalde, que proveyó
a guardar allí mismo el instrumento olvidado con la idea que al día siguiente
alguien vendría a recuperar sus pertenencias.
- “me han dejado
una prenda para que mañana vengan a cobrarme, dejá no más aquí el estuche,
mocoso” dijo el señor alcalde al jovenzuelo que se lo entregó.
Como era tarde,
el alcalde del pueblo satisfecho por el aumento de popularidad que esa visita
musical le habría provocador, sonriente aseguró las puertas de su casona y
apagó la luz para ir a descansar.
La mañana
siguiente, había muerto el alcalde, lo encontraron durmiendo para siempre, sin
ninguna señal de violencia o de enfermedad; simplemente su alma había abandonado
su cuerpo, fue un revuelo para la familia y para el pueblo que en medio de las
celebraciones de noviembre no tenía tiempo para pensar en las pompas fúnebres
del señor alcalde; aún así la nueva viuda decidió esperar a los hijos que sólo
llegarían tras dos días de viaje para realizar un entierro casi privado.
En el pueblo los
vecinos comentaban el funeral inoportuno en medio de las celebraciones de
noviembre, pero al fin cada quien continuó con lo suyo porque ese mes era
intenso y en general la gente terminaba agotada por los trabajos diurnos y los
festejos fúnebres nocturnos.
El días después
la comparsa inició a tocar sus melodías a partir de la media noche; lo hicieron
en la puerta de doña Carla, una señora de casi setenta años que había perdido
ese año a su hermana Leydi; juntas solían llevar adelante una panadería y tenía
muchas jóvenes que trabajaban para ellas
como su servidumbre y gracias a Dios que se ya no había esclavitud
porque sino allí estarían las chiquillas sirviendo a las señoras día y noche.
Los músicos
llegaron sin invitación, se presentaron sin anuncio en la puerta de esa casa
matriarcal y dejando sus estuches y sombreros detrás de la puerta de ingreso,
iniciaron su concierto fúnebre delante de la monumental t’anta mesa que Carla
había mandado preparar para su hermana menor Laydi. La anfitriona no se había
sentido tan alegre en los últimos años, tenía en la cara la satisfacción de que
el costo de su t’anta mesa había valido
la pena; “la gente no nos entiende en este pueblo, pero tú ya estás descansando
en paz, que la gente de este maldito pueblo que no te supo entender en vida
tenga un recuerdo lindo de ti ahora hermana”, murmuraba la doliente entre
sollozos.
Carla había
mandado a hornear panes en forma de ladrillos de todos los tamaños para
levantar una mesa de pan y cubrirla con pequeños palomillos y pichones, que
previamente habían sido desviscerados, hervidos y desplumados por las
chiquillas; los ojos de cada ave habían sido remplazados por pequeños retazos
de fruta acaramelada y tecnicolor. Cada chiquilla por mandato de su señora, con
hilo y aguja había cambiado las plumas por flores campestres, de manera que
esas coloridas aves con plumaje de pétalos colgaban de hilos que descendían del
techo y otras cintas enlazadas a las cuatro columnas que emergían de cada
costado de la mesa preparada para la ocasión. Varios meses habían tardado las
chiquillas en criar cientos de polluelos, pichones y palomillos; porque ni bien
empezaran a oler mal los pajarillos en flor, tendría que remplazarlos por otros
recién hervidos y mantener la t’anta mesa siempr fresca.
La mesa de pan
estaba apoyada en la pared del fondo del salón principal de la casa de las
solteronas Leydi y Carla, del techo bajaba un telón negro y a la altura de la
mesa se convertían en su mantel; en el pedazo de tela entre el techo y la mesa
Carla había mandado bordar el busto de su hermana, que sonriente saludaba a sus
visitantes; el busto de la difunta estaba enmarcado con galletas de color que
recordaban la abundancia de una de las patronas difunta.
Encima de la
t’anta mesa Carla había hecho reproducir, al menos en parte, el pueblo colonial
de Arani, donde se podía claramente distinguir la plaza principal, la Iglesia,
la alcaldía y el mercado rodeado de las casas de sus comadres, en algunas
construcciones había pequeñísimos pollitos muertos que grotescamente estaban
sujetados por alfileres y vestidos con sombreritos, o piezas de tela que
representaban gente conocida del pueblo; había un pollito que había sido
pintado de negro con dos crucecitas a la altura del pecho y colocado delante de
esa construcción de mazapán que indicaba ser la iglesia; tres pollitos en el
centro de la mesa con escobitas y pequeñas carretillas; más allá varios
pollitos coloreados parecían discutir sobre la montaña de verduras donde habían
sido colocados para representar el
mercado; y para quien fuera tan estúpido de no entender qué parte del pueblo
reproducían esas pobres criaturas recién salidas del cascarón; se habían puesto
galletas en forma de letras que indicaban a los personajes y el lugar del
pueblo reproducido. Las chiquillas de la casa también tenían listos cientos de
polluelos que irían remplazando durante el mes; porque según Carla, así la
gente pensaría que habían descubierto la fórmula de conservar la carne muerta,
sin que desprendiese olores poco amistosos.
Carla y su
hermana ya tenían claro cómo debían armar la t’anta mesa porque lo venían
hablando desde hace años; cualquiera de las dos que hubiese precedido el viaje
a la eternidad debía cumplir al pie de la letra la receta que las hermanas
habían acordado; así el último recuerdo que la gente tendría sería de
abundancia y admiración hacia las hermanas Laydi y Carla.
Cuando la
comparsa musical inició a tocar sus melodías en frente a la t’anta mesa de
Laydi, varias chiquillas, que habían pasado días enteros horneando una mesa,
desplumando palomillos y momificando pollitos, rodeaban a Carla para consolar
su voluptuosidad llorante. La música sonó sin parar desde media noche hasta las
tres de la mañana, el mismo tiempo que Carla no paró de llorar
desconsoladamente incluso mientras despedía a la gente que había llenado la
casa para ser testigos de esa deferencia a la hermana difunta.
Al terminar de
interpretar su música, las chiquillas entregaron a los músicos bolsas con pan,
dulces, fruta y verdura como se acostumbraba; sin embargo los componentes de la
comparsa no hablaron con nadie ni para agradecer su abundante recompensa. Los
músicos se dirigieron a la puerta donde habían dejado sus estuches y se marcharon,
alguna gente los vio desaparecer por una de las callejuelas oscuras del pueblo.
Una de las chiquillas a las que Carla mandó cerrar las puertas de la casa antes
de apagar las luces para ir a descansar, puesto que ya casi se estaba
terminando la noche, vio que las bolsas que se dio a los músicos estaban
abandonadas detrás del portón principal y entre las siete bolsas estaba también
un estuche asegurado por una pequeña cerradura y que por el peso se entendía
que no estaba vacío.
Inmediatamente la noticia junto el estuche
fueron a parar al cuarto de Carla que ya estaba en batas de dormir, ella empezó
a lanzar improperios porque – “cómo es posible que la gente sea tan mal
agradecida, desgraciados!, han entrado a mi casa para tocar su música sin son ni
ton, ni siquiera me han agradecido y todavía desprecian la recompensa que le
has hecho preparar! Ahora qué va a decir la gente? Van a pensar que no les he
pagado lo suficiente y por eso me han despreciado los paquetes preparados”,
refunfuñó a solas.
Al oír que la
señora gritaba como enloquecida las chiquillas que aún estaban en pie se
escabulleron en sus cuartos del último patio y como era habitual dejaron
soliloquiar a Carla, que en venganza por el atrevimiento de los músico decidió
hacer añicos el instrumento que estaba dentro del estuche que por la forma de
la caja era el charango. Ya las luces de su casa estaban apagadas y entonces
tomó un candelabro para ir a la cocina y conseguir algo de metal para deschapar
la insignificante cerradura; volvió a su cuarto en oscuras y percibió que el
aire se había casi congelado, tal vez por haber dejado la puerta abierta. La
luz de la vela dejaba ver el vapor de su aliento y de su rabia que no se había
aplacado, sino que aumentaban por el esfuerzo físico al querer abrir el estuche
y desahogar la rabia que le provocaba haber quedado mal ante la gente que
seguro comentaría la vergüenza de haber sido rechazada.
La minúscula
cerradura saltó quebrada en dos pedazos y un retazo de metal apagó la vela del
candelabro, Carla con una mano agarró el charango y para ver como se rompía en
mil pedazos raspó un fósforo para encender nuevamente la vela, y al mirar el
instrumento que iba a destrozar vio que sostenía en una de sus manos un tibio y
fresco fémur humano. Al instante sintió que le faltaba aire, percibió que su
corazón explotaba de susto y las venas de sus vísceras reventaban una a una;
mientras gritaba sin voz hasta que cayó al suelo y antes de perder el
conocimiento vio la sombra de uno de los músicos que guardaba el fémur en su
estuche de charango y se marchaba.
La mañana
siguiente en la parroquia el cura del pueblo no entendía qué decían las
chiquillas que entre llantos y griteríos explicaban al Padre Benito que Laydi y
Carla ahora estaban en el cielo, o al menos eso esperaban ellas. Las chiquillas
pedían al sacerdote una cristiana sepultura para su difunta patrona; ellas se
habían quedado solas, sin oficio ni beneficio, pero con el tiempo varias de
ellas se quedarían a vivir en la casa de sus patronas y formarían una cooperativa
para llevar adelante su propia panadería; algunas se fueron en busca de sus
padres que no veían desde que fueron dejadas con sus supuestas madrinas.
El anciano
párroco – que había pasado sus últimos cuarenta años como párroco de ese pueblo
– empezó a intuir que algo extraño estaba iniciando a suceder; y no tardaría en
darse cuenta que una maldición se había desatado en el pueblo colonial. El
problema para el cura no era organizar la agenda de entierros que día tras día
crecía de un difunto más; el problema era ver si era cierto que fuera de toda
lógica, creencia o cálculo racional; el espanto, el miedo y una tenebrosa
confusión se expandía por las empedradas calles de Arani porque un susurro
mortal cada noche entraba a cualquier casa llevándose a una persona de la casa;
¿acaso las maldiciones existían? El padre Benito se convenció de ello cuando
cada mañana le llegaba el arrebato de un nuevo muerto en el pueblo.
Así fue que día
que pasaba, se sumaba un difunto más, por lo que se apoderó del pueblo el
espanto y temor; el desconcierto no cuajaba en ninguna explicación, así que se
iniciaron a tomar medidas para escapar de la nefasta visita musical nocturna.
Cerca de las diez de la noche, el párroco – que seguía buscando una razón de
ser a lo que sucedía – tocaba con solemnidad la campana de la vieja torre
anunciando el gran silencio y el encierro nocturno; momento en el todos en el
pueblo corrían a sus casas y las calles quedaban desiertas. Sin embargo, el
silencio era roto a media noche por un crujido metálico que nadie sabía si
abrían o cerraban las puertas del otro mundo; y desde lejos una melodía se
acercaba hacia el pueblo, la música anunciaba a la comparsa que noche tras
noche depositaría el estuche del charango en uno de los hogares arareños aún si
las puertas estuviesen cerradas.
Los que no
vivieron para contarlo encontraron el estuche del charango bajo la cama, o en
el armario, detrás de una puerta o en cualquier otro lugar; lo cierto era que
al día siguiente alguien ya no sería parte del pueblo de los vivos. Nadie
quiere recordar ese maldito mes cuando la fiesta dedicada a los difuntos había
quedado reducida a nada.
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Los últimos días
de noviembre, la llovizna había apagado el sol y los sobrevivientes a la maldición
del pueblo ya casi no salían de sus casas.
Victorita
atemorizada como el resto de los araneños se dirigió al templo para que el
padre Benito bendijera el agua que llevaba en dos grandes jarrones. El pedido
obedecía al deseo de su abuela Valentina que una vez al mes cocinaba con agua
bendita según ella para ser protegida de la maldición que había caído en el
pueblo.
En el templo y
tras bendecir los jarros de agua, el anciano sacerdote suspiró mirando el techo
como si buscara algo y con la mirada perdida dijo: “hija, no logro aún
descifrar de dónde viene o a qué se debe esta maldición que nos ha caído y me
siento responsable porque soy el cura párroco; sólo sabiendo porqué estamos
siendo castigados podremos terminar la pena de morir sin saber porqué, sin
nadie que haga algo que intente deshacer el maleficio; mañana, San Andrés,
serán treinta días que empezó este infierno”. El templo había quedado vació y
casi abandonado porque todas las misas que se hacían eran sólo de cuerpo
presente.
Victorita no
entendió muy bien esas palabras y se apresuró a regresar a casa para pasar el
mayor tiempo posible con su anciana abuela; al llegar a casa ella contó a
Valentina palabra por palabra de su improvisada conversación con el señor cura.
Curiosamente, cada frase tuvo un insistente eco en la mente senil de Valentina
que cerca de medio día pidió con insistencia a su nieta volver con ella cuanto
antes al templo para conversar con el padre Benito. La anciana parecía haber
enloquecido, era mucho tiempo que no había salido de la casa no sólo por la
maldición que había caído sobre el pueblo sino porque había decidido esperar su
muerte tranquila y sin más cansancio de que había sufrido durante toda su vida.
Entre tira y
afloja, Valentina veía que sus piernas ya no le obedecían más pero la urgencia
de hablar con el cura párroco le hacía dar un paso adelante y el peso de sus
años, dos atrás, pero allí iban las dos abandonadas, una de ellas apoyaba en su
bastón y sin ser dueña de sus fuerzas llegaron al templo.
El padre Benito
se veía tan asustado como sorprendido porque la poca gente que llegaba al
templo era para anunciar el próximo entierro, y no entendía la visita de estas
dos mujeres que inesperadamente llegaban hasta la casa de Dios.
- Padre Benito –
dijo la anciana Valentina – hay algo que sucedió cuando era niña, una frase que
escuché y que ha vuelto a mi memoria cuando mi nieta me comentó del maleficio
sobre nuestro pueblo y de lo que usted le ha dicho esta mañana.
Valentina narró
con detalle el extraño encuentro que tantos lustros atrás sostuvo con un
forastero que había pasado algunos días por el pueblo pero que no había muerto,
Valentina le contó al cura cómo ese forastero que ella había salvado de que
muriera de hambre le dijo: “treinta noches pasarán y doce angelitos te
salvarán”, el padre Benito gritó: “¡Entonces eso es lo que sucede! los músicos
han venido a cobrarse la vida del forastero que murió en la plaza porque nadie
lo ayudó. He visto desde la torre de la Iglesia que a media noche los músicos
llegan al pueblo desde la dirección del cementerio y hacia las 3 de la mañana
regresan por la misma dirección”.
- pero quién
puede hacer algo para que esto termine? – dijo Victoria
- ha sido el
mismo forastero que te ha dado la solución tantos años atrás, pero ahora tendrán
que ser muy fuertes y tener fe porque esta noche, esta última noche del mes de
los muertos se enfrentarán la inocencia y el poder de la vida, contra la muerte
y la venganza que hemos provocado, que San Andrés y San Bartolomé nos ayuden -
concluyó padre Benito haciendo la señal de la cruz sobre la frente de sus dos
nuevas aliadas.
Y así fue.
Durante las horas
de la tarde Victorita y Valentina se dirigieron a todas las casas de las
mujeres que solían dejar sus hijos para que los cuidaran por las tardes, muchas
no quisieron ni escucharlas porque no entendían la explicación que ellas daban,
aunque con mucha fatiga lograron reunir doce niños menores de un año que
pasarían la noche en la casa de Victoria y Valentina; ellas junto al Padre
Benito habían calculado y planeado salvar al pueblo de esa espiral de muerte
que había crecido debido a la maldición causada por la indiferencia.
La última noche
del mes de los muertos se acostó sobre Arani y cerca de las nueve de la noche
ya no había un alma por sus calles, todas las casas cerradas y con las luces
apagadas, excepto una en la esquina de la calle transversal al lado opuesto de
la Iglesia, esa casa humilde, de puertas abiertas, luces encendidas y grande
moño de tela negra con dos largas trenzas que colgaban en el dintel de la
puerta hasta tocar el suelo; era la casa de Valentina y Victorita.
Cuando en el
pueblo se escuchó el gran silencio anunciado por el campanario, minutos más
tarde inició a sonar a lo lejos la melodía fúnebre que en marcha procesional,
como cada noche, se acercaba al pueblo.
Era la comparsa
de la muerte que como de costumbre se dirigía a la plaza mayor del pueblo y que
magnetizada por el moño negro se dirigió hacia la casa de puertas abiertas;
allí en la sala grande se encontraba Valentina sentada con un rosario en mano,
los músicos llegaron y sin parar de tocar sus instrumentos rodearon a la
anciana que podía ver de cerca los rostros pálidos de los músicos de ropas
viejas y de ojos negros como la noche sin luna y sin vida. La comparsa se extendió
por más de dos horas. Victorita estaba escondida en la habitación de al lado
con doce niños durmientes y no se había hecho ver hasta antes que el concierto
fúnebre terminase; y poco antes de las tres de la mañana se deslizó hacia la
sala donde la comparsa tocaba sus instrumentos y sustrajo el estuche del
charango, siguiendo tal cual las indicaciones del cura Benito y sigilosamente
regresó a su habitación donde estaban los niños, todos ellos durmiendo en la
misma cama de madera y colchón de paja.
Cuando Victorita
tuvo el estuche en la habitación la escondió bajo las almohadas y fue a la sala
para recoger a su abuela Valentina que estaba como hipnotizada por tanta dosis
de música fúnebre, la arrastró hasta la habitación; mientras la comparsa estaba
por terminar su repertorio y las dos se encerraron en la habitación
acomodándose sobre la cama donde se encontraban los niños y el charango.
Un gran silencio
interrumpió el concierto de la comparsa tras su última interpretación. Los
músicos habían terminado su concierto. Las dos mujeres con los doce infantes
estaban en silencio en el dormitorio. De pronto la puerta de la habitación
empezó hacer ruido porque alguien quería abrirla desde el otro lado. Primero
fueron pequeños roces y empujones, luego arañazos sobre la madera y finamente
empujones para terminar tumbando la vieja puerta de madera. El dormitorio se
obscureció y se enfrió en un instante. Con el ruido la criaturas iniciaron a
despertarse. Valentina y Victoria encendieron las lámparas a aceite que tenían
preparadas e iluminaron nuevamente la habitación.
Cuando del otro
lado abrieron la puerta a fuerza de forcejeo, ya los doce niños estaban
despiertos y llorando. Uno tras otro, los miembros de la comparsa dieron pasos
hacia la cama pero cuando se acercaron hacia ellos, los niños elevaron el tono
de su llanto inocente y pueril que inició a lacerar los oídos y la piel de los
músicos, ellos extendían sus brazos hacia la cama para recuperar su preciado
instrumento e intentaban dar pasos adelante, pero mientras más intentaban
acercarse, más los niños lloraban y los brazos, manos, rostros de los músicos se transformaban en
esqueletos desfigurados y desesperados por recobrar su estuche. Valentina y
Victoria sentadas sobre el estuche escondido abrazaban a los bebés que no
paraban de llorar, pero todos ellos en la cama estaban protegidos tras una
barrera impenetrable formada por el llanto de esos niños.
Valentina y
Victoria sabía que la comparsa antes o después tendría que regresar hacia el
cementerio a la misma hora que todas la noches, por lo que su retirada era
cuestión de minutos.
El Padre Benito,
por su parte cuando dieron las tres de la mañana, se dirigió a la puerta del
cementerio del pueblo, y en efecto, encontró las rejas del cementerio abiertas
de par en par. Él las cerró y delante de las rejas improvisó un altar con un
mantel blanco que había sacado de su morral e inició a celebrar una tras otra
misas por la almas del purgatorio.
Eran cerca de la
4 de la mañana y la luz del alba se atisbaba tras las montañas, el padre Benito
estaba aún celebrando la misa cuando escuchó un rumor de lamentos y extraños
elementos que se arrastraban, el sacerdote primero vio unas sombras acercarse
por una de las calles que desembocaban a la puerta del cementerio donde el sacerdote
estaba celebrando sus misas. Era la comparsa que se dirigía hacia el
cementerio. En ese momento el padre Benito cerró sus ojos y continuó, más
devoto que nunca, con la celebración de la que podía ser su última misa.
Los músicos
rodearon se acercaban al altar pero no pudieron entrar a su morada porque allí
estaba el sacerdote celebrando la misa. La luz del sol renacería sobre el
pueblo, y la comparsa de la muerte que no tenía donde ir inició a tocar su
melodía del adiós. El Padre Benito levantó la hostia consagrada y como si se
hubiera puesto de acuerdo con el sol, el astro acarició el pueblo con sus
primeros rayos y en ese momento instrumentos e instrumentistas se desmoronaron
al suelo como un estropicio de cenizas y huesos sin dueño.
Minutos después y
poco a poco la gente fue llegando hacia el cementerio para ver con sus ojos lo
que había sucedido, llegaron también Valentina y Victorita junto a las madres
de los doce niños que los sujetaban en sus brazos.
En la puerta del
cementerio estaba el Padre Benito que ya había recogido y ordenado sus atuendos
de la misa y se disponía a recoger las cenizas y los huesos en un costal de
papas para enterrarlos en un campo santo. Valentina y Victorita se acercaron y
le entregaron el estuche al padre Benito que se veía cansado y sin aliento.
La gente no sabía
si aplaudir, reír o llorar. Estaba desconcertada y pasarían semanas para que
lograran entender lo que realmente había sucedido. Pero no sirvió de nada
porque al poco tiempo nadie más habló de lo ocurrido. El padre Benito pidió
ayuda a Victorita para enterrar las cenizas y los huesos dentro del estuche del
charango, había decidido hacerlo en un cripta secreta y abandonada que existía
debajo del altar central del templo, que muchos años atrás era el lugar donde
sepultaban sentados a los obispos vestidos de fiesta, pero que tras una
revuelta había sido saqueada y se habían prohibido las visitas.
Allí quedó para
siempre la comparsa de la muerte y al pueblo volvió la tranquilidad del olvido.
Cada habitante guardaba el secreto de lo que había ocurrido ese mes de
noviembre, de la maldición que había caído sobre el pueblo por falta de
generosidad y que el maleficio había sido roto gracias a la participación y la
confianza de las madres de los niños, del cura del pueblo y de una anciana con
su nieta.
Con el pasar de
los años esta historia se perdió entre los habitantes de Arani, nadie quiso
acordarse de lo acontecido y por eso la echaron al olvido; uno de los tantos
párrocos que pasaron por el templo hizo cambiar el piso colonial del templo por
un mármol barato y rojizo y para que no se viera el orificio de ingreso a una
supuesta cripta que la gente murmuraba que existía debajo del altar mayor,
mandó poner una pesada alfombra roja que extinguió esos rumores infundados
según él. Aunque todavía hoy se puede ver que bajo la alfombra, justo delante
del nuevo altar, existe una tapa marmórea en el piso que esconde los restos de
una cripta abandonada.
Todo esto sucedió
según mis cálculos hace más de un siglo, me lo contó Victorita, ella hoy es muy
anciana, es mi bisabuela y cuando me lo contó terminaba su historia con una
sonrisa nostálgica como pensando: “Al fin y al cabo sé que no me crees, mi
niño”.
La verdad que el
tiempo borra todo, especialmente cuando se quiere olvidar y llega un punto
donde no se sabe dónde empieza la leyenda y donde termina la historia. Pero
déjenme decirles que un amigo sacristán me contó un joven sacerdote de la
ciudad llegó a trabajar como ayudante del párroco de Arani, y en el templo
actual que está muy deteriorado, una mañana
mientras el joven sacerdote rezaba sus oraciones en la iglesia escuchó
unos ruidos y rasgueos que venían de un retablo lateral donde no habían santos
ni imágenes; el joven cura pensaba que era sólo su imaginación o el sueño que
tardaba en abandonarlo cada mañana.
Se acercó al
retablo con mucho cuidado pensando encontrar un nido de ratones, pero cuando
husmeó con el brazo dentro de uno de tantos huecos del retablo de estuco y
madera vieja, encontró un charango nuevo del cual no sabía explicarse porqué
estaba allí.
Me gustó muchísimo, P. Ariel. Felicidades! Pediré a Dios que siga usando esas dotes de escritor para llevar la Verdad a todas las almas.
ResponderEliminarFelicitaciones P. Ariel por su relato, lo vamos a compartir. Bendiciones!
ResponderEliminaruna buena historia para un día como hoy. muchas gracias
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