Comparto el capítulo sobre el Carnaval en Pulacayo a inicios del 1.900 presentado en la novela "El amor bajo las piedras". El Carnaval de Pulacayo era famoso y en estas líneas entenderán porqué.
En estas líneas he reconstruído el escenario y las costumbres que se vivían en esta fiesta que los mineros y todos los habitantes de Pulacayo esperaban durante todo el año.
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foto: antigua plaza del desaparecido pueblo de Huanchaca |
10.
Carnaval
Pulacayo, 1922.
Apenas terminaron las fiestas de fin de año, el
ritmo de la vida en el pueblo empezó a cambiar porque, en las calles
principales, aparecieron puestos de venta donde se ofrecían artículos diversos: blusas bordadas,
cinturones con lentejuelas, zapatos finos adornados con cordones rojos;
también, instrumentos musicales, como guitarras y zampoñas, joyas traídas de
París, mezcladas con otros objetos, por
ejemplo, maletas artesanales de cuero,
cajones, polvo de arroz, frascos de perfumes, vinos franceses —originales y falsos—, y dulces de todo tipo.
También los indígenas vendían, en las esquinas,
polvo hecho con las papas deshidratadas, ají molido, maíz, frijoles y toda clase
de hierbas medicinales; y, desde los valles, llegaban las mulas cargadas del néctar de los incas, envasado en
grandes cántaros: la
chicha fermentada de maíz; así que todas las banderas de las chicherías eran
rojas para indicar que la bebida estaba disponible.
El movimiento comercial anunciaba la madre de
todas las fiestas en Pulacayo: el Carnaval.
Comenzaba dos semanas antes del sábado de Carnaval
con la Fiesta de los Compadres, dedicada a todos los varones; siempre era en
jueves, los indios se vestían
con trajes multicolores, adornados de pieles, plumas y tejidos de color, que imitaban
a aves, toros y osos, y tocaban en rondas sus zampoñas y tambores.
Era el único día del año en el que se permitía llevar
bebidas alcohólicas a «interior
mina», donde los
trabajadores, envueltos en serpentinas y cubiertos de confites, bebían y
festejaban alrededor de «el Tío», y hacían libaciones en sus puestos de trabajo
para que la mina fuera dadivosa con sus riquezas.
Al final del día, desde la bocamina, los
mineros salían todos ebrios y apoyados unos sobre otros, en los coches
metálicos donde recogían el mineral. .
Una semana más tarde, era la Fiesta de las Comadres,
que tenía mucho más colorido porque las palliris la planeaban mejor que los
varones.
Meses antes, las casi ciento cincuenta
trabajadoras se organizaban de esta manera: una representante elegía a las
encargadas de los comités para hacer las flores de papel, las serpentinas,
elaborar los confites, y, sobre todo, procurarse mucho licor, como cerveza, whisky, crema de menta, chicha y la
característica leche de tigre, bebida dulce elaborada a base de alcohol, leche
y canela.
Instalaban el escenario de la fiesta en la
canchamina, decorado con las flores coloridas que realizaban, y a media mañana,
comenzaba la lotería que ellas mismas organizaban; los premios eran donados por
la Compañía, que, además, imprimía pequeños programas para la Fiesta de las Comadres.
Los nombres de las palliris estaban escritos
junto a un número en pequeños papeles, que eran puestos dentro de una caja, y
una «gringuita» —la hija de alguno de los ingenieros— extraía los nombres de
las ganadoras. Los premios consistían en canastas, sombreros, polleras y
hermosas mantas; estas últimas eran las más codiciadas, pero todas las palliris
tenían un premio.
Cada vez que salía como premio una manta o una
pollera, todas aplaudían, se armaba un gran alboroto y se brindaba con una
ronda de leche de tigre.
El día de la Fiesta de Comadres de este año, poco
antes de mediodía, un grupo de tres mujeres se dirigió a los chalés de los
gringos para llevarlos escoltados hasta la canchamina. A Clarence, por ser el Superintendente,
le pusieron una corona de flores y a Josephine, una flor prendida en su blusa.
Hicieron lo mismo con el Gerente y su mujer, y con otros jefes de oficinas y
sus consortes, a los que acomodaron en sillas.
Una vez que llegaron todos los ingenieros con
sus respectivas esposas, iniciaron una serie de brindis y entre «salud» y
«salud» las copas llenas de bebida se levantaban, y las palliris bebían, sedientas
de diversión, mientras que las gringas, besaban delicadamente sus copas haciendo
ademán de beber.
Acto seguido, las encargadas de los comités pronunciaron
sus discursos para agradecer al Gerente y a los gringos por el trabajo que les
ofrecían, cada discurso fue cerrado con una diana de la banda y otra ronda de
licores. Después, las palliris se acercaron a los ingenieros y comenzaron a
danzar recorriendo las principales calles del pueblo, parando de tanto en tanto
para bailar cuecas y bailecitos, acompañados por cuatro bandas
musicales.
Josephine intentó bailar lo mejor posible, pues
veía a la gente que salía de sus casas para contemplar el espectáculo de las gringas
batiendo arrítmicamente sus cuerpos y sus pañuelos.
Después de algunas horas de baile, el grupo se
dirigió a la Casa Gerencia, y todos se acomodaron en la antesala; entonces la
servidumbre sirvió champaña a las palliris y ellas, una vez más, elevaron sus vasos
de metal, a continuación, regresaron a la canchamina y los gringos se quedaron
en la casona.
A las siete de la noche, nuevamente, el mismo
comité femenino fue a recoger a los gringos de sus casas. Clarence y Josephine,
no pudieron decir que no y las acompañaron al salón de la escuela, donde la
fiesta continuó toda la noche. Las gringas eran el centro de la atención, y
Josephine bailó cuecas y bailecitos al menos una vez con cada palliri,
brindando y bebiendo al principio, en el intermedio y al final de cada danza.
Un comité tenía la tarea de divertir a los
gringos, y otro se encargaba de la puerta, para que los invitados abandonaran el salón.
Solo después de las dos de la mañana, Clarence
y Josephine, y todos los otros gringos pudieron marcharse alegres a sus casas.
Las palliris
quedaron satisfechas de haber festejado junto con los ingenieros.
Al día siguiente, la canchamina y todo el
pueblo en general estaba desierto, hasta que, por la tarde se escuchó una banda
que afinaba sus instrumentos de percusión y viento para animar fiestas privadas
en distintas casas.
***
El Carnaval en Pulacayo no solo era
fiesta, sino que tenía
un componente religioso, pues era Dios mismo quien daba permiso para divertirse
y cancelaba por unos días los roles de gobernantes y gobernados.
El Sábado de Carnaval, la fiesta
comenzaba aproximadamente a las dos de la tarde. La multitud fluía a las calles;
las mujeres todavía no se habían puesto sus polleras de fiesta, y los
trabajadores y mineros caminaban regresando a sus casas cargados de sus
herramientas.
De pronto, las campanas de la iglesia sonaban,
y unos tímidos petardos explotaban. El eco de las campanas se divertía entre
los cerros rugosos, y de repente, un cortejo que tenía algo de alegre, solemne
y grotesco al mismo tiempo, salía de la bocamina.
Un grupo de mineros sostenía en sus hombros la cruz
de plata que se encontraba en el túnel: se trataba del mismo Dios, que salía de
la oscuridad a la luz y visitaba las calles de su pueblo.
La procesión, de rasgos medievales y con la
solemnidad de una tragedia griega, se dirigía hacia el templo y provocaba la
admiración de toda la población. Al paso de la cruz, todos se arrodillaban, las
mujeres devotas clavaban los ojos en el Crucificado porque lo veían solo una
vez al año, y los hombres se golpeaban el pecho y ponían caras compungidas.
Todos sabían que esa cruz los protegía del
diablo que, bajo la tierra, acechaba sus vidas para aplastarlos en los
derrumbes y quedarse con sus almas. La solemnidad también se debía al hecho de
que el Cristo de la cruz estaba en constante duelo contra el diablo y protegía
especialmente a los mineros.
Por tanto, desde el instante en que el Crucificado
salía del túnel, la mina pertenecía al diablo, y ningún trabajador podía entrar
en ella.
La procesión estaba compuesta por varios
personajes: adelante, un grupo de mineros
disfrazados de diablos, con pelucas verdes y rojas que llegaban hasta los talones,
y con grandes y amenazantes cuernos de toro saltaban y hacían piruetas, disparaban
cohetes y acechaban a la gente que se acercaba a mirar la procesión.
En realidad, los diablos no guiaban la
procesión, sino que eran perseguidos por la cruz, que les permitía jugar porque,
entre los diablos, como se sabe, algunos son juguetones.
Detrás de esos demonios, un minero cargaba con
dificultad un bombo grande, que marcaba el ritmo; el bombero estaba rodeado de
catorce mineros disfrazados, que, formados en una fila de a dos, tocaban con sus
zampoñas una melodía aguda y triste.
Por detrás, caminaban las arrieras, cholas e
indígenas vestidas de fiesta, que llevaban en sus hombros charolas con adornos de
vidrio y plata, que relucían bajo el sol; ellas precedían a una docena de
bailarinas vestidas con varias polleras multicolores, que avanzaban girando
sobre sí mismas y dando pasos hacia atrás y hacia adelante.
Seguían a esa comparsa cuatro indios, vestidos
de gris, chaqueta, pantalón y sombreros adornados con grandes plumas grises en
forma de un gran florero; con una mano, tocaban sus zampoñas y con la otra, sus
bombos. Todos tenían la mirada clavada en la cruz.
El cortejo no había terminado porque detrás
caminaba un grupo de mineros vestidos histriónicamente como marqueses del siglo
XVIII,
mosqueteros franceses, seguidos por muchos mineros vestidos con pantalones y
camisas remangadas, el pecho al aire, con capas rojas y azules, y cargando sus
herramientas de trabajo: martillos, barras de hierro, bolsas de coca, dinamita
y rodilleras de cuero.
Este último bloque, bajo la orden de su jefe,
emulaba el trabajo en la mina, y los mineros imitaban los golpes a las rocas,
imperturbables ante los diablos que los acechaban con piruetas extrañas para
distraerlos. No se escuchaba ni una carcajada porque todos participaban de un
rito sagrado que reflejaba la vida misma del centro minero.
Cuando la procesión pasaba delante de las casas
o las tiendas, se creaba un ambiente de silencio sagrado, y algunas magdalenas
tocaban la cruz con sus pañuelos blancos; otros le arrojaban agua de rosas,
dulces y chocolates que chocaban y rebotaban contra el metal precioso.
La procesión duraba varias horas y, justo antes
del atardecer, la cruz llegaba a la iglesia, donde el cura párroco esperaba a
los mineros que entraban devotamente y apoyaban la cruz en el altar.
Fuera de la iglesia, los petardos explotaban
iluminando el cielo, y el Carnaval ahora tenía el beneplácito del mismo Cristo,
que había paseado por las calles del pueblo anunciando la liberación, al menos
temporal, de los trabajos forzados que los mineros debían soportar el resto del
año.
Ahora todos podían divertirse, la música podía
elevarse al cielo y la chicha correr por las calles de Pulacayo para honrar al
Redentor.
Al llegar la noche, las calles se vaciaban, y
todos se iban a sus casas para prepararse al jaleo de las fiestas que
continuaban en las chozas de los mineros y en las casas de los empleados. Si desde
la Casa Gerencia se escuchaba la música alegre del piano, desde las otras casas
brotaba la melodía de acordeones, mandolinas y guitarras; y más abajo, en las
calles, las zampoñas y los tamborcillos no paraban de sonar durante una
semana.
Los más jóvenes asistían a los clubes, que organizaban fiestas animadas por
conjuntos musicales del interior del país, publicitadas con un mes de
anticipación. ¡La competencia por tener la mejor fiesta era despiadada!
Al día siguiente por la mañana, Pulacayo se vestía
de fiesta y elegancia. Las cholas estrenaban polleras nuevas y zapatos de satén
con medias blancas, y lucían sus bellas mantas variopintas; ellas eran las más
bellas por su gracia y sus vestimentas.
La Compañía, como todos los años, repartía a
los mineros varias botellas de aguardiente, y el representante de los mineros
debía romper una de ellas en la bocamina, en honor a «el Tío»; aunque todos
sabían que él cambiaba el contenido de la botella por agua corriente para así
tener más aguardiente para festejar.
Por la tarde, iniciaban las luchas pintorescas
entre grupos de amigos y vecinos, arrojándose polvo de arroz, con agua,
frijoles y con todo lo que podían, mientras pasaban de casa en casa.
Todos se mezclaban entre sí para divertirse y,
al menos durante algunos días, no existían las barreras sociales entre los
gringos, la gente decente, los cholos y los indios.
En cada barrio se preparaban platos típicos como
la «huatia» —cocido bajo la tierra— y picantes de pollo y de conejo.
Las casas quedaban abiertas, y cualquiera podía
entrar en ellas para encontrar, bajo una nube de perfume que flotaba en el
aire, a hombres y mujeres bailando y cantando, todos manchados con harina,
azúcar o huevos, cubiertos con serpentinas de colores, y una que otra señorita
adormecida, sosteniendo todavía una copa de vino en la mano. Algunas de ellas
venían de los burdeles de Uyuni y se mimetizaban entre una fiesta y otra en
busca de aventura.
En esta espiral efervescente de jolgorio, que subsistía
toda la semana, reinaba solo la alegría y la borrachera; no había grandes
peleas, pero era normal que cada año se contaran los muertos por alcoholemia.
El lunes de Carnaval estaba dedicado a la
colectividad de los mineros; ellos, a media mañana, se dirigían en comitiva a
la Casa Gerencia donde eran recibidos por el Gerente; allí los mineros entonaban
algunas canciones populares cuyo origen se perdía en el tiempo porque nadie
sabía quién las había compuesto ni cuándo lo había hecho.
Eran coplas carnavalescas, pero con los años
había fermentado en ellas la amargura porque reflejaban la tristeza de la existencia
de los mineros y el orgullo de su trabajo; y, entre verso y verso, reprochaban la
rapacidad a sus patrones y les exigían un trato justo. Sus melodías se
asemejaban más a un canto penitencial y nostálgico; ensalzaban el tesón y el coraje
de los mineros para extraer los tesoros desde el fondo de la tierra.
Los mineros comenzaban invocando a Jesús y a la
Virgen María, concebida sin pecado original; a continuación, el minero que
llevaba la batuta cantaba:
Desde el fondo de la
mina, se llora, tanto que nosotros
los que somos pongos,
barreteros, apires,
todos tenemos el mismo
clamor,
todos por igual clamamos.
A golpes de dinamita,
desgarramos el metal precioso,
enterramos s la jornada
empapados de sangre.
¡Trabajar la mina es
la sepultura de hombres vivos!
Solo escuchamos los
golpes del martillo.
Y, como si fuera un coro de monjes, los otros
mineros respondían así:
Nuestros labios cantan noche y día para el Señor.
El solista continuaba con estas coplas:
En el nombre de Dios
Padre,
comenzamos el trabajo.
Golpeamos con nuestros
martillos:
¡Qué amargos suspiros
empujamos!
Padre eterno, Tú eres
un minero noble
y que nos impulsó a un
noble incentivo.
Condúcenos
directamente hasta la veta de la mina,
y protégenos de los
peligros que nos esperan.
Después de una pausa, del coro emergían voces
blancas: eran los mineritos. El más grande tendría dieciséis años, y el más
joven, al menos, siete. El minerito más pequeño estaba disfrazado con un traje
de arlequín, ridículamente grande, y llevaba un tricornio azul con una
campanilla en cada punta.
Los mineros mayores los invitaban a cantar:
Adelante, adelante, pequeño minerito, golpeando arriba, golpeando abajo.
Uno de los pequeños entonaba estas estrofas:
Señor, soy el
minerito.
y me gano el pan con
mi trabajo.
Tengo ampollas en mis
manos
y hasta en el pecho.
El maestro es duro,
y la plata que sacamos
de la mina
no es para nosotros.
Pero cómo es hermoso
el minero, armado con
su barra de hierro,
¡cuándo él lucha
contra la veta!
¡Ay!, si la roca es
demasiado dura,
su corazón queda
aprisionado.
El canto terminaba allí, y un silencio se
apoderaba del escenario; acto seguido, todos los mineros, grandes y pequeños, hacían una ronda y, unidos en un coro alegre, comenzaban
a bailar y a cantar repitiendo en frases quechuas y españolas:
¡Vámonos a Potosí!
¡Fandango!
¡Zarandando!
¡Zarandando!
La fiesta continuaba el resto de la semana y
parecía que nadie se enteraba del inicio de la Cuaresma el Miércoles de Ceniza,
ya habría tiempo para hacer penitencia durante el resto del año. Al llegar el
Domingo de Tentación, la policía minera escoltaba la cruz, en una procesión
mucho más sencilla, hasta su posición original, y la vida volvía lentamente a
la normalidad después de dos semanas de fiesta ininterrumpida.
Nueve meses más tarde la población de Pulacayo
aumentaría por todas las criaturas concebidas durante esos días.
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