26/10/11

La comparsa de la muerte (cuento costumbrista )


escrito por "DON ARIEL"

La joven Valentina, mestiza de varias generaciones, morena fuerte y bella, caminaba por las calles empedradas rumbo al templo situado en la Plaza mayor al otro lado del ayuntamiento del pueblo de Arani, rincón colonial de la Villa de Oropeza que un tiempo había sido importante y que con la república su historia de glorias había iniciado la pena cotidiana del olvido. Como todas las madrugadas del primer viernes del mes, Valentina llevaba flores a la Virgen de la Bella; Una mañana al cruzar la invernal plaza, vio que por tercer día consecutivo un forastero dormía en la plaza, cubierto con un lecho improvisado de talegos y bolsas vacías que las mercaderas ya no usaban. Nadie sabía de dónde venía o a donde iba el desconocido forastero, anciano harapiento de pelos desordenados y de mirada perdida; y al nadie saber su procedencia o destino nadie en el pueblo le extendió una mano solidaria de hospitalidad.


Sin embargo, esa mañana de invierno al salir del templo, Valentina, que había horneado pan la noche anterior, regaló en silencio un pequeño bulto de viáticos al peregrino que nadie quería conocer saciando su hambre de pan y de atención. Valentina nunca habría entendido has muchos lustros después  las palabras de gratitud del forastero ante su espontánea caridad; el forastero le balbuceó al oído: “mi pequeña, treinta noches pasarán y doce angelitos te salvarán”. Esa era una mañana cualquiera y como tal quedó sepultada entre los recuerdos incomprendidos de una vida campesina que entre cultivos y cosechas vio pasar su vida y perdiendo poco a poco a las personas que amaba y que le amaban.

El polvo de lo años fue cubriendo la monotonía del pueblo de Arani, mucha gente había dejado el pueblo, y una de tantas tardes cuando Valentina contemplaba el agua de lluvia que había almacenado en uno de los innumerables cántaros en los que juntaba agua, vio borrarse su juventud para siempre y en el fondo de uno del recipiente contempló el reflejo de una anciana campesina, casi ermitaña, de una finca colonial que había heredado de sus patrones tras tantas reformas agrarias de los gobiernos populares.

- “Abuela ¿qué haces allí mirando los cántaros?”  dijo su nieta, distrayéndola de sus pensamientos silenciosos.  Victorita, su nieta, era lo único que le quedaba a Valentina, todos los demás se habían marchado de su vida provocándole más dolor que su propia muerte; por esto sería que Victoria, niña-mujer de quince años, era lo que Valentina más amaba en la vida y lo único que le daba fuerzas para seguir viviendo más allá de sus noventa años pues comprendía que parte de ella se custodiaba en el corazón de su nieta y por eso hubiese querido verla mujer feliz antes de que la niña dejara el nido y la abuela volviera al seno de la tierra de donde,  según ella, había venido.

La vida del pueblo era como la de cualquier otro, con la pena del olvido y sin la gloria del pasado, o como muchos resumían en el mismo pueblo “un pueblo sin pena ni gloria”. Los días y las noches pasaban sin más comentario, acumulando la historia ignota de ese rincón.

En el pueblo no habían novedades, fuera de los chismes de las comadres esquineras que adornaban la vida y obras de amigos y enemigos del vecindario; como era lógico el número reducido de residentes en el pueblo tenían sus apodos; la anciana Valentina y Victorita eran llamadas “las abandonadas”, porque nadie recordaba cuándo fue la última vez que algún familiar las visitara desde que estas desde que la madre de Victorita se fue a recuperar a su marido a la ciudad, y no tuvieron más noticias de ella ni del marido.

La anciana Valentina ya no salía más que a la puerta de su casa para ver de sentada transcurrir el último tramo de su vida y era inútil contar a Victorita si había alguna novedad por el pueblo; pues su nieta pasaba todo el día fuera ganándose la vida y por las tardes regresaba a casa llevando un cesto de verduras, miel o leche que intercambiaba o compraba en el mercado donde también ella vendía lo que cultivaba en los terrenos de su abuela Valentina.

No  habían grandes cosas que contar hasta que una mañana del primer día del nuevo mes de octubre  Victorita llevó a la abuela el rumor del que todos hablaban en el pueblo: “Ayer domingo un mendigo que estaba pasando por el pueblo murió de hambre sin comer ni beber por tres días; todo ha pasado en la Plaza Mayor donde él estaba, y lo encontraron tirado en los jardines de la plaza. Nadie lo ayudó; mamay es una  pena!”, se quejó Victorita; y continuó: “Dicen las señoras del mercado que lo han tenido que enterrar como aun pobre desgraciado y sin compañía y que fue sepultado en ataúd usado porque no tenía como se dice dónde caerse muerto. Sólo el cura y el sepulturero terminaron el trabajo de dar  cristiana sepultura a ese pobre hombre!”
Alberto Tardio Maida - Tarija Bolivia 
Mientras escuchaba a su nieta, Valentina escarbaba sus recuerdos porque en algún momento de su vida creía haber escuchado esta historia pero con final menos infeliz.

- “Hija, mi madre siempre me ha enseñado lo que te repito,  mientras se pueda hay que ayudar, nunca se sabe, puede llegar el día que tú necesites la ayuda de la persona a la que tú se la has negado”, sentenció la anciana

Luego de esta triste nota, pasaron los días y la gente en el pueblo, como todos los años, se alistaba a celebrar el mes de los muertos. Cuando el calendario anunció noviembre, muchas familias iniciaban a pensar la decoración de las mesas que vestían con largos manteles negros y que decoraban con todo tipo de comida, que según la tradición debían ser del agrado del difunto. Familias enteras por unos días se transformaban en artistas culinarios y diseñadores de las t’anta mesas como se denomina en lengua quechua a las “mesas de muertos o de todos santos” que se armaban con el objetivo de recordar a los difuntos de ese año y recibir parientes, vecinos y conocidos que venían a visitar y a rezar por el alma de los muertos de frente a las t’anta mesas. Así, en el pueblo había una competencia subterránea para ver qué familia tenía el mayor número de rezadores que además serían heraldos de las proezas arquitectónicas y culinarias que había visto sobre las famosas t’anta mesas.
 
En Arani como en otros pueblos de la zona durante las noches del mes de noviembre pequeños y grandes visitaban las casas que tenían al ingreso un moño de cinta negra, como señal que durante ese año un ser querido había fallecido y que en esa casa se había guardado un luto rigoroso vistiendo de negro, sin asistir a fiestas y mucho menos participar de bautizos ni matrimonios durante todo un año; sólo se debía pensar en tener la mejor t’anta mesa del pueblo durante el mes de noviembre del año en el que se llevaba el luto.

Esa tradición era intocable, todos los años el primer día de noviembre por la noche se festejaba la memoria de los muertos hasta el amanecer. Grupos de amigos y parientes, jóvenes y adultos iban de casa en casa rezando y entonando cantos del alabanzas frente a las mesas entronadas por alguna foto monocolor de la persona que había partido de este mundo. Esos cantos y oraciones eran plegarias transmitidas de abuelos a padres y de padres a nietos que se entonaban para contar la vida que habían tenido los difuntos y la vida que estarían teniendo ahora al otro lado del pasadizo de la tumba. Así se rendía honor a los muertos en este pueblito a quienes los vivos les dedicaban un mes, iniciando al anochecer del día de todos los santos el primer día de noviembre; y terminando con San Andrés, que marcaba el final de los macabros y alegres festejos de la muerte.

Cuando faltaban pocos días al final del mes de octubre, durante las tibias tardes de una primavera que ya se despedía, al terminar del día laboral muchas mujeres se dedicaban a los preparativos de los festejos del mes entrante. La anciana Valentina, una de las olvidadas repentinamente era recordada por sus vecinas y aledañas porque a ella se dirigían muchas mamás que dejaban durante el día a sus críos en la casa de esta abuela, mientras ellas se sumergían en la proyección de sus altares de cuatro patas para sus difuntos; al fin y al cabo sabían que la anciana tenía a la nieta que le ayudaba y que después de todo la anciana así se sentía útil.

Esta rigurosa tradición no tenía nada que hacer con los niños y recién nacidos. “Las wawas no tienen vela en este entierro Valentina, mañana recojo a mis hijitos”, le cantaban cada año las vecinas que se recordaban de las abandonadas durante ese mes con el pretexto de la sabiduría popular de que lo niños no debían estar a solas en una casa enlutada pues como se asustasen, sus almas se escaparían de sus cuerpecillos y no aprenderían ni a leer, ni a escribir, y ni hablar; convirtiéndose opas de por vida; y entonces mejor prevenir que lamentar que por un susto el niño se quedara sin su almita y para esto las abandonadas daban una mano cada año.


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Precedido por crepúsculos cada vez más rojos; y con el rumor de las golondrinas que regresaban a sus nidos entre los adobes y tejados de las casas de Arani, se despidió octubre y al pueblo habían llegado los grupos de trovadores y comparsas de los pueblos aledaños que todos los años se daban cita en el pueblo valluno.
 
Cuando el primero de noviembre por la noche las estrechas calles empedradas iniciaron a llenarse de propios y extraños, se notó la peculiar presencia de una nueva comparsa de siete personas que nadie conocía y que tras llegar al centro de la Plaza Mayor iniciaron su retrete musical y fúnebre.

Los siete señores que vestían trajes entre negro y azul marino con camisas amarillas que se veía que un día fueron blancas, cada uno tocaba un instrumento; quien el saxofón, quien la trompeta, otro el trombón, y así el clarín y el acordeón, y sólo dos de ellos eran músicos de cuerdas, uno tocaba la guitarra y el otro el charango – instrumento ancestral de los pueblos andinos que usa como caja de resonacia el caparazón de un armadillo – . Esta comparsa había llamado la atención de todo el pueblo porque nunca habían escuchado música tan melódica y tan triste a la vez, era la receta musical que en muchas casas estarían buscando para darle el toque de elegancia que las familias araneñas querían para destacarse de los demás. Esa música era dulce y melancólica, y como se diría luego, entraba por los oídos hasta llegar directo al corazón y dejar sembrado el deseo de estar junto al muerto que se lloraba ese año. Era la música perfecta para las celebraciones de noviembre y esa comparsa extraña que aparecía por las noches en el pueblo sólo ofrecía su música en la plaza y no hablaba con nadie, pues aparecían, tocaban su música y se marchaban.

Tampoco pasaban inobservados sus viejos instrumentos que habían sufrido el mismo efecto de las camisas amarillas que vestían sus intérpretes. Eran instrumentos ajados y parchados por todas partes; pero se veía de lejos que sólo el charango era una nueva adquisición. Cada instrumento tenía su estuche negro hecho de madera donde guardaban sus sombreros cholos mientras interpretaban sus melodías.

Alberto Tardio Maida - Collpa CiacoDespués de la primera semana de festejos nocturnos y mortuorios, la comparsa de los siete misteriosos músicos no se había concedido a nadie, ni en visitas, ni en palabras; en el pueblo todos se preguntaban de dónde habían llegado y todos ansiaban tener un pequeño concierto de música fúnebre delante de sus mesas para completar los agasajos y cortesías públicas al ser querido que se había marchado durante ese año.

La música de esa desconocida comparsa completaba perfectamente el cuadro novembrino formado por las fotos, flores, comida y visitas nocturnas en honor de los difuntos.

En tan sólo una semana se convirtió en un rito esperar la media noche para escuchar la melodía de esa singular comparsa de siete extraños músicos; cada vez que la única campana de la Iglesia sonaba doce veces los músicos, llegados no se sabe de dónde, iniciaban a tocar su música hasta las tres de la mañana y luego se marchaban.

Para entonces propios y extraños en el pueblo los habían escuchado, nadie se atrevió a invitarlos dentro de una casa enlutada para tenerlos como huéspedes de honor; por la noche se veían muchas ventanas y puertas entreabiertas para ponerse a tono con las fiestas de noviembre al ritmo de las melodías de esa comparsa. Pero la cuestión de fondo para la gente del pueblo era saber quiénes eran, o por lo menos quién los había traído al pueblo y qué t’anta mesa  tendría el honor de recibir la afortunada delicadeza musical.

Pero oh sopresa. El primer viernes del mes de noviembre a media noche, la comparsa visitante, inició como era costumbre a entonar su música , los pálidos músicos con sus vestidos obscuros y en fila se dirigieron a la casa del alcalde que estaba de luto por su padre y que, como era de esperar, había preparado una mesa de difunto digna de una autoridad municipal. Lo primero que el señor alcalde pensó fue que alguna familia  que le debía algún favor importante devolvía la cortesía de enviarle este afamado grupo de músicos. Pero toda la gente del pueblo pensó que sólo por se alcalde se podía permitir ser anfitrión de la comparsa musical que ese año adornaba el mes de los difuntos.

Cuando la comparsa se dirigió procesionalmente a la casa del alcalde sin parar de entonar sus melodías, él los recibió ceremonialmente, saludando al mismo tiempo con la mano derecha en alto a los curiosos que se habían reunido en la puerta principal de su casona; el alcalde se veía altanero como siempre y orgulloso por ser el primero del pueblo en recibir la codiciada visita; los músicos continuaron tocando su música fúnebre hasta poco antes de las tres de la mañana hasta que se fueron por donde habían venido.Pocos curiosos notaron que sólo seis llevaban sus instrumentos, inadvertidamente uno de ellos había dejado un instrumento detrás de la puerta de la casa del alcalde; la comparsa se dirigió al centro de la plaza donde habían dejado los estuches de los instrumentos y se alejaron del centro del pueblo; al centro de la plaza había quedado el estuche del charango que fue llevado inmediatamente a la casa del alcalde, que proveyó a guardar allí mismo el instrumento olvidado con la idea que al día siguiente alguien vendría a recuperar sus pertenencias.

- “me han dejado una prenda para que mañana vengan a cobrarme, dejá no más aquí el estuche, mocoso” dijo el señor alcalde al jovenzuelo que se lo entregó.

Como era tarde, el alcalde del pueblo satisfecho por el aumento de popularidad que esa visita musical le habría provocador, sonriente aseguró las puertas de su casona y apagó la luz para ir a descansar.

La mañana siguiente, había muerto el alcalde, lo encontraron durmiendo para siempre, sin ninguna señal de violencia o de enfermedad; simplemente su alma había abandonado su cuerpo, fue un revuelo para la familia y para el pueblo que en medio de las celebraciones de noviembre no tenía tiempo para pensar en las pompas fúnebres del señor alcalde; aún así la nueva viuda decidió esperar a los hijos que sólo llegarían tras dos días de viaje para realizar un entierro casi privado.

En el pueblo los vecinos comentaban el funeral inoportuno en medio de las celebraciones de noviembre, pero al fin cada quien continuó con lo suyo porque ese mes era intenso y en general la gente terminaba agotada por los trabajos diurnos y los festejos fúnebres nocturnos.

El días después la comparsa inició a tocar sus melodías a partir de la media noche; lo hicieron en la puerta de doña Carla, una señora de casi setenta años que había perdido ese año a su hermana Leydi; juntas solían llevar adelante una panadería y tenía muchas jóvenes que trabajaban para ellas  como su servidumbre y gracias a Dios que se ya no había esclavitud porque sino allí estarían las chiquillas sirviendo a las señoras día y noche.

Los músicos llegaron sin invitación, se presentaron sin anuncio en la puerta de esa casa matriarcal y dejando sus estuches y sombreros detrás de la puerta de ingreso, iniciaron su concierto fúnebre delante de la monumental t’anta mesa que Carla había mandado preparar para su hermana menor Laydi. La anfitriona no se había sentido tan alegre en los últimos años, tenía en la cara la satisfacción de que el costo de su  t’anta mesa había valido la pena; “la gente no nos entiende en este pueblo, pero tú ya estás descansando en paz, que la gente de este maldito pueblo que no te supo entender en vida tenga un recuerdo lindo de ti ahora hermana”, murmuraba la doliente entre sollozos.

Carla había mandado a hornear panes en forma de ladrillos de todos los tamaños para levantar una mesa de pan y cubrirla con pequeños palomillos y pichones, que previamente habían sido desviscerados, hervidos y desplumados por las chiquillas; los ojos de cada ave habían sido remplazados por pequeños retazos de fruta acaramelada y tecnicolor. Cada chiquilla por mandato de su señora, con hilo y aguja había cambiado las plumas por flores campestres, de manera que esas coloridas aves con plumaje de pétalos colgaban de hilos que descendían del techo y otras cintas enlazadas a las cuatro columnas que emergían de cada costado de la mesa preparada para la ocasión. Varios meses habían tardado las chiquillas en criar cientos de polluelos, pichones y palomillos; porque ni bien empezaran a oler mal los pajarillos en flor, tendría que remplazarlos por otros recién hervidos y mantener la t’anta mesa siempr fresca.

La mesa de pan estaba apoyada en la pared del fondo del salón principal de la casa de las solteronas Leydi y Carla, del techo bajaba un telón negro y a la altura de la mesa se convertían en su mantel; en el pedazo de tela entre el techo y la mesa Carla había mandado bordar el busto de su hermana, que sonriente saludaba a sus visitantes; el busto de la difunta estaba enmarcado con galletas de color que recordaban la abundancia de una de las patronas difunta.

Encima de la t’anta mesa Carla había hecho reproducir, al menos en parte, el pueblo colonial de Arani, donde se podía claramente distinguir la plaza principal, la Iglesia, la alcaldía y el mercado rodeado de las casas de sus comadres, en algunas construcciones había pequeñísimos pollitos muertos que grotescamente estaban sujetados por alfileres y vestidos con sombreritos, o piezas de tela que representaban gente conocida del pueblo; había un pollito que había sido pintado de negro con dos crucecitas a la altura del pecho y colocado delante de esa construcción de mazapán que indicaba ser la iglesia; tres pollitos en el centro de la mesa con escobitas y pequeñas carretillas; más allá varios pollitos coloreados parecían discutir sobre la montaña de verduras donde habían sido colocados  para representar el mercado; y para quien fuera tan estúpido de no entender qué parte del pueblo reproducían esas pobres criaturas recién salidas del cascarón; se habían puesto galletas en forma de letras que indicaban a los personajes y el lugar del pueblo reproducido. Las chiquillas de la casa también tenían listos cientos de polluelos que irían remplazando durante el mes; porque según Carla, así la gente pensaría que habían descubierto la fórmula de conservar la carne muerta, sin que desprendiese olores poco amistosos.

Carla y su hermana ya tenían claro cómo debían armar la t’anta mesa porque lo venían hablando desde hace años; cualquiera de las dos que hubiese precedido el viaje a la eternidad debía cumplir al pie de la letra la receta que las hermanas habían acordado; así el último recuerdo que la gente tendría sería de abundancia y admiración hacia las hermanas Laydi y Carla.

Cuando la comparsa musical inició a tocar sus melodías en frente a la t’anta mesa de Laydi, varias chiquillas, que habían pasado días enteros horneando una mesa, desplumando palomillos y momificando pollitos, rodeaban a Carla para consolar su voluptuosidad llorante. La música sonó sin parar desde media noche hasta las tres de la mañana, el mismo tiempo que Carla no paró de llorar desconsoladamente incluso mientras despedía a la gente que había llenado la casa para ser testigos de esa deferencia a la hermana difunta.

Al terminar de interpretar su música, las chiquillas entregaron a los músicos bolsas con pan, dulces, fruta y verdura como se acostumbraba; sin embargo los componentes de la comparsa no hablaron con nadie ni para agradecer su abundante recompensa. Los músicos se dirigieron a la puerta donde habían dejado sus estuches y se marcharon, alguna gente los vio desaparecer por una de las callejuelas oscuras del pueblo. Una de las chiquillas a las que Carla mandó cerrar las puertas de la casa antes de apagar las luces para ir a descansar, puesto que ya casi se estaba terminando la noche, vio que las bolsas que se dio a los músicos estaban abandonadas detrás del portón principal y entre las siete bolsas estaba también un estuche asegurado por una pequeña cerradura y que por el peso se entendía que no estaba vacío.

 Inmediatamente la noticia junto el estuche fueron a parar al cuarto de Carla que ya estaba en batas de dormir, ella empezó a lanzar improperios porque – “cómo es posible que la gente sea tan mal agradecida, desgraciados!, han entrado a mi casa para tocar su música sin son ni ton, ni siquiera me han agradecido y todavía desprecian la recompensa que le has hecho preparar! Ahora qué va a decir la gente? Van a pensar que no les he pagado lo suficiente y por eso me han despreciado los paquetes preparados”, refunfuñó a solas.

Al oír que la señora gritaba como enloquecida las chiquillas que aún estaban en pie se escabulleron en sus cuartos del último patio y como era habitual dejaron soliloquiar a Carla, que en venganza por el atrevimiento de los músico decidió hacer añicos el instrumento que estaba dentro del estuche que por la forma de la caja era el charango. Ya las luces de su casa estaban apagadas y entonces tomó un candelabro para ir a la cocina y conseguir algo de metal para deschapar la insignificante cerradura; volvió a su cuarto en oscuras y percibió que el aire se había casi congelado, tal vez por haber dejado la puerta abierta. La luz de la vela dejaba ver el vapor de su aliento y de su rabia que no se había aplacado, sino que aumentaban por el esfuerzo físico al querer abrir el estuche y desahogar la rabia que le provocaba haber quedado mal ante la gente que seguro comentaría la vergüenza de haber sido rechazada.

La minúscula cerradura saltó quebrada en dos pedazos y un retazo de metal apagó la vela del candelabro, Carla con una mano agarró el charango y para ver como se rompía en mil pedazos raspó un fósforo para encender nuevamente la vela, y al mirar el instrumento que iba a destrozar vio que sostenía en una de sus manos un tibio y fresco fémur humano. Al instante sintió que le faltaba aire, percibió que su corazón explotaba de susto y las venas de sus vísceras reventaban una a una; mientras gritaba sin voz hasta que cayó al suelo y antes de perder el conocimiento vio la sombra de uno de los músicos que guardaba el fémur en su estuche de charango y se marchaba.

La mañana siguiente en la parroquia el cura del pueblo no entendía qué decían las chiquillas que entre llantos y griteríos explicaban al Padre Benito que Laydi y Carla ahora estaban en el cielo, o al menos eso esperaban ellas. Las chiquillas pedían al sacerdote una cristiana sepultura para su difunta patrona; ellas se habían quedado solas, sin oficio ni beneficio, pero con el tiempo varias de ellas se quedarían a vivir en la casa de sus patronas y formarían una cooperativa para llevar adelante su propia panadería; algunas se fueron en busca de sus padres que no veían desde que fueron dejadas con sus supuestas madrinas.

El anciano párroco – que había pasado sus últimos cuarenta años como párroco de ese pueblo – empezó a intuir que algo extraño estaba iniciando a suceder; y no tardaría en darse cuenta que una maldición se había desatado en el pueblo colonial. El problema para el cura no era organizar la agenda de entierros que día tras día crecía de un difunto más; el problema era ver si era cierto que fuera de toda lógica, creencia o cálculo racional; el espanto, el miedo y una tenebrosa confusión se expandía por las empedradas calles de Arani porque un susurro mortal cada noche entraba a cualquier casa llevándose a una persona de la casa; ¿acaso las maldiciones existían? El padre Benito se convenció de ello cuando cada mañana le llegaba el arrebato de un nuevo muerto en el pueblo.

Así fue que día que pasaba, se sumaba un difunto más, por lo que se apoderó del pueblo el espanto y temor; el desconcierto no cuajaba en ninguna explicación, así que se iniciaron a tomar medidas para escapar de la nefasta visita musical nocturna. Cerca de las diez de la noche, el párroco – que seguía buscando una razón de ser a lo que sucedía – tocaba con solemnidad la campana de la vieja torre anunciando el gran silencio y el encierro nocturno; momento en el todos en el pueblo corrían a sus casas y las calles quedaban desiertas. Sin embargo, el silencio era roto a media noche por un crujido metálico que nadie sabía si abrían o cerraban las puertas del otro mundo; y desde lejos una melodía se acercaba hacia el pueblo, la música anunciaba a la comparsa que noche tras noche depositaría el estuche del charango en uno de los hogares arareños aún si las puertas estuviesen cerradas.

Los que no vivieron para contarlo encontraron el estuche del charango bajo la cama, o en el armario, detrás de una puerta o en cualquier otro lugar; lo cierto era que al día siguiente alguien ya no sería parte del pueblo de los vivos. Nadie quiere recordar ese maldito mes cuando la fiesta dedicada a los difuntos había quedado reducida a nada.



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Los últimos días de noviembre, la llovizna había apagado el sol y los sobrevivientes a la maldición del pueblo ya casi no salían de sus casas.

Victorita atemorizada como el resto de los araneños se dirigió al templo para que el padre Benito bendijera el agua que llevaba en dos grandes jarrones. El pedido obedecía al deseo de su abuela Valentina que una vez al mes cocinaba con agua bendita según ella para ser protegida de la maldición que había caído en el pueblo.

En el templo y tras bendecir los jarros de agua, el anciano sacerdote suspiró mirando el techo como si buscara algo y con la mirada perdida dijo: “hija, no logro aún descifrar de dónde viene o a qué se debe esta maldición que nos ha caído y me siento responsable porque soy el cura párroco; sólo sabiendo porqué estamos siendo castigados podremos terminar la pena de morir sin saber porqué, sin nadie que haga algo que intente deshacer el maleficio; mañana, San Andrés, serán treinta días que empezó este infierno”. El templo había quedado vació y casi abandonado porque todas las misas que se hacían eran sólo de cuerpo presente.

Victorita no entendió muy bien esas palabras y se apresuró a regresar a casa para pasar el mayor tiempo posible con su anciana abuela; al llegar a casa ella contó a Valentina palabra por palabra de su improvisada conversación con el señor cura. Curiosamente, cada frase tuvo un insistente eco en la mente senil de Valentina que cerca de medio día pidió con insistencia a su nieta volver con ella cuanto antes al templo para conversar con el padre Benito. La anciana parecía haber enloquecido, era mucho tiempo que no había salido de la casa no sólo por la maldición que había caído sobre el pueblo sino porque había decidido esperar su muerte tranquila y sin más cansancio de que había sufrido durante toda su vida.

Entre tira y afloja, Valentina veía que sus piernas ya no le obedecían más pero la urgencia de hablar con el cura párroco le hacía dar un paso adelante y el peso de sus años, dos atrás, pero allí iban las dos abandonadas, una de ellas apoyaba en su bastón y sin ser dueña de sus fuerzas llegaron al templo.

El padre Benito se veía tan asustado como sorprendido porque la poca gente que llegaba al templo era para anunciar el próximo entierro, y no entendía la visita de estas dos mujeres que inesperadamente llegaban hasta la casa de Dios.

- Padre Benito – dijo la anciana Valentina – hay algo que sucedió cuando era niña, una frase que escuché y que ha vuelto a mi memoria cuando mi nieta me comentó del maleficio sobre nuestro pueblo y de lo que usted le ha dicho esta mañana.

Valentina narró con detalle el extraño encuentro que tantos lustros atrás sostuvo con un forastero que había pasado algunos días por el pueblo pero que no había muerto, Valentina le contó al cura cómo ese forastero que ella había salvado de que muriera de hambre le dijo: “treinta noches pasarán y doce angelitos te salvarán”, el padre Benito gritó: “¡Entonces eso es lo que sucede! los músicos han venido a cobrarse la vida del forastero que murió en la plaza porque nadie lo ayudó. He visto desde la torre de la Iglesia que a media noche los músicos llegan al pueblo desde la dirección del cementerio y hacia las 3 de la mañana regresan por la misma dirección”.

- pero quién puede hacer algo para que esto termine? – dijo Victoria

- sólo ustedes pueden ayudar a romper esta maldición, ustedes y doce angelitos – respondió el anciano sacerdote que improvisamente parecía tener la energía y en entusiasmo de un guerrillero de Dios, y dirigiendo su mirada a  Valentina le dijo:

- ha sido el mismo forastero que te ha dado la solución tantos años atrás, pero ahora tendrán que ser muy fuertes y tener fe porque esta noche, esta última noche del mes de los muertos se enfrentarán la inocencia y el poder de la vida, contra la muerte y la venganza que hemos provocado, que San Andrés y San Bartolomé nos ayuden - concluyó padre Benito haciendo la señal de la cruz sobre la frente de sus dos nuevas aliadas.

Y así fue.

Durante las horas de la tarde Victorita y Valentina se dirigieron a todas las casas de las mujeres que solían dejar sus hijos para que los cuidaran por las tardes, muchas no quisieron ni escucharlas porque no entendían la explicación que ellas daban, aunque con mucha fatiga lograron reunir doce niños menores de un año que pasarían la noche en la casa de Victoria y Valentina; ellas junto al Padre Benito habían calculado y planeado salvar al pueblo de esa espiral de muerte que había crecido debido a la maldición causada por la indiferencia.

La última noche del mes de los muertos se acostó sobre Arani y cerca de las nueve de la noche ya no había un alma por sus calles, todas las casas cerradas y con las luces apagadas, excepto una en la esquina de la calle transversal al lado opuesto de la Iglesia, esa casa humilde, de puertas abiertas, luces encendidas y grande moño de tela negra con dos largas trenzas que colgaban en el dintel de la puerta hasta tocar el suelo; era la casa de Valentina y Victorita.

Cuando en el pueblo se escuchó el gran silencio anunciado por el campanario, minutos más tarde inició a sonar a lo lejos la melodía fúnebre que en marcha procesional, como cada noche, se acercaba al pueblo.

Era la comparsa de la muerte que como de costumbre se dirigía a la plaza mayor del pueblo y que magnetizada por el moño negro se dirigió hacia la casa de puertas abiertas; allí en la sala grande se encontraba Valentina sentada con un rosario en mano, los músicos llegaron y sin parar de tocar sus instrumentos rodearon a la anciana que podía ver de cerca los rostros pálidos de los músicos de ropas viejas y de ojos negros como la noche sin luna y sin vida. La comparsa se extendió por más de dos horas. Victorita estaba escondida en la habitación de al lado con doce niños durmientes y no se había hecho ver hasta antes que el concierto fúnebre terminase; y poco antes de las tres de la mañana se deslizó hacia la sala donde la comparsa tocaba sus instrumentos y sustrajo el estuche del charango, siguiendo tal cual las indicaciones del cura Benito y sigilosamente regresó a su habitación donde estaban los niños, todos ellos durmiendo en la misma cama de madera y colchón de paja.

Cuando Victorita tuvo el estuche en la habitación la escondió bajo las almohadas y fue a la sala para recoger a su abuela Valentina que estaba como hipnotizada por tanta dosis de música fúnebre, la arrastró hasta la habitación; mientras la comparsa estaba por terminar su repertorio y las dos se encerraron en la habitación acomodándose sobre la cama donde se encontraban los niños y el charango.

Un gran silencio interrumpió el concierto de la comparsa tras su última interpretación. Los músicos habían terminado su concierto. Las dos mujeres con los doce infantes estaban en silencio en el dormitorio. De pronto la puerta de la habitación empezó hacer ruido porque alguien quería abrirla desde el otro lado. Primero fueron pequeños roces y empujones, luego arañazos sobre la madera y finamente empujones para terminar tumbando la vieja puerta de madera. El dormitorio se obscureció y se enfrió en un instante. Con el ruido la criaturas iniciaron a despertarse. Valentina y Victoria encendieron las lámparas a aceite que tenían preparadas e iluminaron nuevamente la habitación.

Cuando del otro lado abrieron la puerta a fuerza de forcejeo, ya los doce niños estaban despiertos y llorando. Uno tras otro, los miembros de la comparsa dieron pasos hacia la cama pero cuando se acercaron hacia ellos, los niños elevaron el tono de su llanto inocente y pueril que inició a lacerar los oídos y la piel de los músicos, ellos extendían sus brazos hacia la cama para recuperar su preciado instrumento e intentaban dar pasos adelante, pero mientras más intentaban acercarse, más los niños lloraban y los brazos, manos,  rostros de los músicos se transformaban en esqueletos desfigurados y desesperados por recobrar su estuche. Valentina y Victoria sentadas sobre el estuche escondido abrazaban a los bebés que no paraban de llorar, pero todos ellos en la cama estaban protegidos tras una barrera impenetrable formada por el llanto de esos niños.

Valentina y Victoria sabía que la comparsa antes o después tendría que regresar hacia el cementerio a la misma hora que todas la noches, por lo que su retirada era cuestión de minutos.

El Padre Benito, por su parte cuando dieron las tres de la mañana, se dirigió a la puerta del cementerio del pueblo, y en efecto, encontró las rejas del cementerio abiertas de par en par. Él las cerró y delante de las rejas improvisó un altar con un mantel blanco que había sacado de su morral e inició a celebrar una tras otra misas por la almas del purgatorio.

Eran cerca de la 4 de la mañana y la luz del alba se atisbaba tras las montañas, el padre Benito estaba aún celebrando la misa cuando escuchó un rumor de lamentos y extraños elementos que se arrastraban, el sacerdote primero vio unas sombras acercarse por una de las calles que desembocaban a la puerta del cementerio donde el sacerdote estaba celebrando sus misas. Era la comparsa que se dirigía hacia el cementerio. En ese momento el padre Benito cerró sus ojos y continuó, más devoto que nunca, con la celebración de la que podía ser su última misa.

Los músicos rodearon se acercaban al altar pero no pudieron entrar a su morada porque allí estaba el sacerdote celebrando la misa. La luz del sol renacería sobre el pueblo, y la comparsa de la muerte que no tenía donde ir inició a tocar su melodía del adiós. El Padre Benito levantó la hostia consagrada y como si se hubiera puesto de acuerdo con el sol, el astro acarició el pueblo con sus primeros rayos y en ese momento instrumentos e instrumentistas se desmoronaron al suelo como un estropicio de cenizas y huesos sin dueño.

Minutos después y poco a poco la gente fue llegando hacia el cementerio para ver con sus ojos lo que había sucedido, llegaron también Valentina y Victorita junto a las madres de los doce niños que los sujetaban en sus brazos.

En la puerta del cementerio estaba el Padre Benito que ya había recogido y ordenado sus atuendos de la misa y se disponía a recoger las cenizas y los huesos en un costal de papas para enterrarlos en un campo santo. Valentina y Victorita se acercaron y le entregaron el estuche al padre Benito que se veía cansado y sin aliento.

La gente no sabía si aplaudir, reír o llorar. Estaba desconcertada y pasarían semanas para que lograran entender lo que realmente había sucedido. Pero no sirvió de nada porque al poco tiempo nadie más habló de lo ocurrido. El padre Benito pidió ayuda a Victorita para enterrar las cenizas y los huesos dentro del estuche del charango, había decidido hacerlo en un cripta secreta y abandonada que existía debajo del altar central del templo, que muchos años atrás era el lugar donde sepultaban sentados a los obispos vestidos de fiesta, pero que tras una revuelta había sido saqueada y se habían prohibido las visitas.

Allí quedó para siempre la comparsa de la muerte y al pueblo volvió la tranquilidad del olvido. Cada habitante guardaba el secreto de lo que había ocurrido ese mes de noviembre, de la maldición que había caído sobre el pueblo por falta de generosidad y que el maleficio había sido roto gracias a la participación y la confianza de las madres de los niños, del cura del pueblo y de una anciana con su nieta.

Alberto Tardio Maida - BoliviaAlgunos meses después, una mañana de domingo cuando Victoria peinaba las trenzas de su abuela Valentina antes de ir a misa, tocaron la puerta de la casa y se escuchó una voz que gritaba desde la calle: “buen domingo! ¿Hay alguien aquí?”. Era una mujer elegante con poco menos de 50 años que se acaba de bajar de una carroza tirada por dos caballos. Victorita reconoció inmediatamente esa voz y corrió hacia la puerta, era su madre que había regresado para llevarlas a la ciudad donde había podido finalmente comprar una casa luego de muchos años de trabajo.


Con el pasar de los años esta historia se perdió entre los habitantes de Arani, nadie quiso acordarse de lo acontecido y por eso la echaron al olvido; uno de los tantos párrocos que pasaron por el templo hizo cambiar el piso colonial del templo por un mármol barato y rojizo y para que no se viera el orificio de ingreso a una supuesta cripta que la gente murmuraba que existía debajo del altar mayor, mandó poner una pesada alfombra roja que extinguió esos rumores infundados según él. Aunque todavía hoy se puede ver que bajo la alfombra, justo delante del nuevo altar, existe una tapa marmórea en el piso que esconde los restos de una cripta abandonada.


Todo esto sucedió según mis cálculos hace más de un siglo, me lo contó Victorita, ella hoy es muy anciana, es mi bisabuela y cuando me lo contó terminaba su historia con una sonrisa nostálgica como pensando: “Al fin y al cabo sé que no me crees, mi niño”.
La verdad que el tiempo borra todo, especialmente cuando se quiere olvidar y llega un punto donde no se sabe dónde empieza la leyenda y donde termina la historia. Pero déjenme decirles que un amigo sacristán me contó un joven sacerdote de la ciudad llegó a trabajar como ayudante del párroco de Arani, y en el templo actual que está muy deteriorado, una mañana  mientras el joven sacerdote rezaba sus oraciones en la iglesia escuchó unos ruidos y rasgueos que venían de un retablo lateral donde no habían santos ni imágenes; el joven cura pensaba que era sólo su imaginación o el sueño que tardaba en abandonarlo cada mañana.

Se acercó al retablo con mucho cuidado pensando encontrar un nido de ratones, pero cuando husmeó con el brazo dentro de uno de tantos huecos del retablo de estuco y madera vieja, encontró un charango nuevo del cual no sabía explicarse porqué estaba allí.

3 comentarios:

  1. Me gustó muchísimo, P. Ariel. Felicidades! Pediré a Dios que siga usando esas dotes de escritor para llevar la Verdad a todas las almas.

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  2. Felicitaciones P. Ariel por su relato, lo vamos a compartir. Bendiciones!

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  3. una buena historia para un día como hoy. muchas gracias

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