23/4/14

Desempolvando el baúl de mis recuerdos pontificios.

por Ariel Beramendi

MI PRIMER ENCUENTRO CON EL PAPA JUAN PABLO II

Tenía sólo 14 años cuando tuve mi primer contacto con el Papa Juan Pablo II, en ese entonces estudiaba en el colegio La Salle y junto a varios otros estudiantes niños y adolescentes de los colegios católicos de la ciudad iniciamos a saltar las clases porque periódicamente nos quedábamos en los amplios patios del colegio y otras veces íbamos en grupo al estadio de fútbol Cochabamba - mi ciudad - para realizar ensayos.



Esa fue una época estudiantil de pruebas y ejercicios en la escuela, por las mañanas, por las tardes, entre alumnos de mi colegio y otros estudiantes; aún no terminaba de entender a qué se debía todo ese movimiento. Fueron los hermanos de la comunidad encargados del Colegio los que se encargaron de explicarnos que el representante de Cristo sobre la tierra vendría a visitarnos, y todo eso era importante para Bolivia y los católicos. Sinceramente a 14 años no creo haber entendido muy bien porqué el Papa venía hasta nuestra mismísima ciudad.

Los ejercicios consistían en correr de un lugar a otro, levantando las manos y moviendo los brazos de izquierda a derecha. Cuando llegaron los ensayos finales en el estadio inició a clarificarse más en mi mente lo que hasta ese momento había sido una pequeña pieza de un rompecabezas más complicado. Durante los ensayos finales todos los pequeños movimientos que hacíamos entre los compañeros de curso completaban un mosaico más grande; junto a los estudiantes de mi colegio ocupábamos un rincón de la gigante cancha de fútbol. En la curva norte de estado se encontraban las estudiantes de los colegios marianos de la ciudad: Alemán Santa María, Santa María Micaela y un largo etc. Esas muchachas, escoltadas por monjas de todo color, a ritmo de gritos cambiaban sus ponchillos colorados formando imágenes que los muchachos desde la cancha de fútbol aplaudíamos fuerte, más para robar alguna mirada antes que por admiración de las figuras inmensas que formaban en toda la gradería.

Ahora que hurgo los recuerdos abandonados de mi adolescencia no logro descifrar con exactitud cómo viví esos días, sólo sé que el Papa Juan Pablo II llegaba a visitarnos y había elegido mi ciudad de Cochabamba para encontrarse con los jóvenes; comprendí la importancia del visitante cuando supe que tendríamos que caminar 14 kilómetros para participar de la misa que iba a celebrar en el aeropuerto o para asistir al encuentro de los jóvenes con el Papa; esa mañana mi padre me hizo madrugar para dejar a mi madre en el trabajo – aún no había amanecido – y tuvimos que hacer un viaje absurdo en su itinerario para acercarnos lo más que pudimos a la ciudad a un colegio cristiano que no sabía que existía y que por una horas fue el punto de encuentro para todas las escuelas cristianas.

Tengo muchos vacíos en mis vivencias de esos días, sólo recuerdo que – como todos - estaba vestido de blanco con un ponchillo de lana blanca que llegaba hasta mis pies; luego que mi padre me había confiado a los profesores mi siguiente imagen es la espera que tuvimos que hacer sentados en el césped de la cancha de fútbol mientras el estadio se poblaba poco a poco de gente de toda Bolivia.

Al llegar la noche una puerta lateral del estadio se abrió y por allí entro un auto blanco con el Papa Juan Pablo II en pie que saludaba con los brazos en alto. Mi instinto me lo hace recordar como los afiches que habían invadido la ciudad en esa época; un hombre rubio, vestido de blanco que con las manos en alto saludaba a izquierda y a derecha, con una sonrisa un poquitín torcida que reflejaba la alegría y satisfacción de estar allí. El auto pasó veloz a pocos metros del lugar donde me encontraba, y el Papa continuó dando una vuelta de popularidad al rededor de la cancha de fútbol. El estadio temblaba de emoción, mientras las estudiantes de la curva norte con sus ponchillos multicolores formaban dos pies que vestidos de sandalias caminaban por las graderías del estadio cochabambino; y los innumerables parlantes lanzaban las notas musicales del canto popular entonces: “Bienvenido, bienvenido aquel que viene en nombre del Señor!”

El Papa dio un discurso, y no me pregunten de que iba porque no lo recuerdo, le interrumpíamos sin son ni ton con nuestro gritos de “viva el Papa” y los aplausos sin medida; pero cuando ya adivinamos que la liturgia terminaba pronunció una frase que caló nuestra irreverencia de aplaudir a tiempo y a destiempo: -"debo volver a Cochabmba" y estalló la emoción y el delirio de no dejar partir al Papa que había venido a visitarnos. Cuando el Papa Juan Pablo II daba su última vuelta de popularidad en el estadio miré de reojo a mi compañero de curso que lloraba cuando el Papa se iba, mis ojos empezaron a sudar salado y tampoco pude contener mi llanto como tantos otros jovenzuelos de los años 80.

Ese fue mi primer contacto con el Papa Juan Pablo II. Como recuerdo de esa ocasión un día encontré en mis cachivaches varias estampitas y unas flores blancas de papel con pistilos de alambre, que entre los estudiantes nos apoderamos desvistiendo una gran cruz de metal que se había preparado para la ocasión cubriéndola de flores blancas de papel. Esas flores de papel eran el recuerdo de esa presencia y de esa visita. Días después al ver en la televisión los servicios informativos entendí mejor que nosotros los estudiantes de ponchillos blancos éramos los encargados de hacer círculos y otras figuras al rededor de la cruz en medio de la gigante mesa verde a los pies de Juan Pablo II.

Cuando esto sucedía, no tenía la menor idea de que una década después lo habría vuelto a ver en Roma en medio de mis estudios para ser sacerdote, no imaginaba que un buen día mi obispo René Fernández que se iba y Tito Solari que llegaba me enviarían a Roma donde llegué con una maleta de cartón y una guitarra que nunca más volví a tocar.

Llegué a un seminario en Roma donde era prohibido escuchar música y en toda la casa donde vivíamos cerca de 200 seminaristas no existía una televisión; fuera de esa casa de formación era el verano del año 1999. Junto a los recién llegados, luego de los cursos de introducción general a lengua italiana fuimos a una audiencia general de los días miércoles donde el Papa recibí miles de peregrinos que asisten a la Plaza San Pedro, en el Vaticano. Volví a ver al Papa y fue una emoción que tuve que asimilar con calma para entender que era la misma persona que había venido a visitarme a Cochabamba. Con el jubileo del año 2000 estando en Roma era casi imposible no toparse con el Papa en la Plaza San Pedro e inclusive en algunas calles cortadas al tráfico vehicular “- porque Su Santidad debe pasar por aquí”. La ocasiones eran varias, sea en el jubileo de las familias, de los abuelos, de los niños, de la vida religiosa... hubo un espacio para todos durante el jubileo del tercer milenio al que el Papa quiso llegar para cruzar los umbrales de la esperanza.

Era mi deseo volverme a acercarme a él. Por más de una vez intenté hacer lo que un viejo seminarista me había indicado, escribir una carta al Vaticano para participar en la misa de la capilla privada del Papa, debo decir que una religiosa tuvo la delicadeza de llamarme al menos dos veces para responder a las cartas que había copiado, pegado e impreso desde uno de las computadoras personales que se traficaba en el seminario donde vivía. “No es imposible, y no pierda la esperanza” me dijo la religiosa.

En el verano del año 2000, un año después que había llegado a Roma, tuvo lugar la jornada mundial de la juventud que marcó un antes y un después de ese encuentro juvenil. No pude participar a esa cita porque todos los seminaristas debíamos dejar nuestra residencia todos los veranos porque otros huéspedes tendrían que llegar hasta la comunidad; así que como todos hice cajones y maletas y después de depositarlas marché para Irlanda con el pretexto de aprender inglés; llevaba en mi morral – entre otras cosas - el ambicioso deseo frustrado de no haber podido encontrar personalmente al Papa.

De Irlanda, y sin saber hablar inglés, partí como mochilero por un fin de semana hasta Londres; tenía – a mi entender – pocas horas para conocer la ciudad y así que preferí no comer y tomar un bus turístico rojo y de dos pisos; junto a la torre del Big Ben y el Parlament House, una de las paradas fue el famoso museo de cera Madame Tussauds, allí entre estrellas de Holywood y otras personalidades importantes pude cumplir mi deseo de sacarme mi primera foto con el Papa Juan Pablo II, también el tenía su estatua y así que no perdí esa oportunidad. Guardé esa foto para mostrarla a mi familia y amigos de mi pueblo cuando tuviese la primera oportunidad de regresar a casa.


 LOS AÑOS DE ESTUDIANTE EN ROMA JUNTO A JUAN PABLO II


Tuvieron que pasar cerca de dos años más para acercarme más al Sucesor de Pedro. Había sido ordenado diácono en mi pueblo natal pero continué con mis estudios en Roma, apenas dos años después cambié de residencia e inicié a vivir en el Venerable Colegio Inglés de Roma y todos los sábados por la mañana realizaba un trabajo pastoral y algunas investigaciones para mi tesis de licenciatura en el Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, fue así que el Presidente de ese dicasterio, el entonces arzobispo norteamericano John Foley, me permitió asistir por primera vez a una audiencia privada con el Papa, la ocasión era una de las numerosísimas reuniones que se tienen en la Ciudad del Vaticano pero el Papa recibía a un pequeño grupo de setenta personas que se había reunido en Asamblea. Juan Pablo II ya no era definitivamente el señor joven y alto que había visto en Cochabamba, se había convertido en un anciano con el peso de la Iglesia sobre su espalda, su piel rozada, sus ojos claros y cabellera albina, parecían iluminar por donde pasase. . Aunque no pude saludarlo personalmente sentí la emoción de haber vivido algo importante a mis 26 años.

La vida de universitario y de seminarista continuó y empecé no sólo a comprender, sino a vivir, que en la vida hay profundas alegrías y grandes tristezas. Durante el último año de mi estadía en la Ciudad Eterna perdí mi padre y con él a una de las personas que más me apoyó en mi vocación sacerdotal; en la familia sabíamos que le quedaban pocas semanas de vida debido a una enfermedad e inesperadamente tuve delante mío una elección entre dos posibilidades, despedirme de él mientras estaba vivo o regresar a casa para su funeral; un sacerdote anciano amigo mío me aconsejó viajar cuanto antes para ver a mi padre con vida y acompañarlo al menos por unos días, nunca hice una mejor elección. El deseo grande de que mis padres me visitaran en Roma se desvaneció en un santiamén; ya lo había planeado casi todo para mostrar a mi padre viajando en una silla de ruedas la ciudad donde vivía.

Una mañana de abril recibí una llamada de mi mamá, que entre sollozos me avisó que papá se había ido y yo no estaba allí; nunca hubiera podido llorar a mi padre si mi madre y abuelita no hubiesen decidido venir a visitarme luego de algunas semanas; sólo cuando las vi cruzar las puertas del aeropuerto romano de Fiumicino vestidas de negro asimilé que yo estaba de luto, porque mi padre no llegaba con ellas.

Fue una decisión bendita la que tomaron mis dos mamás, el colegio inglés donde vivía, una institución que con más de quinientos años vive de sus tradiciones, nos permitía a los estudiantes del último año – los “leavers” como nos llamaban -, tener a nuestros parientes en casa durante la Semana Santa.

Para la Semana Santa de ese año, la oficina del Vaticano que organiza la liturgia había pedido que los estudiantes de nuestro colegio ayudasen a la misa del Domingo de Pascua de Resurrección – es decir la misa más importante del año - y se necesitarían dos diáconos para acompañar al Papa Juan Pablo II, en el Colegio éramos seis diáconos y así que según las costumbres inglesas escribimos nuestro nombre en un papel y los depositamos dentro un sombrero y uno de los diáconos del Colegio Inglés que ayudarían al Papa resultó siendo mi nombre; noticia que fue celebrada por mis madres con la felicidad de saber que desde el cielo hay alguien que te guiña un ojo.

Esa alegría no fue suficiente. El Sábado Santo por la mañana fuimos convocados a la Plaza San Pedro, justo en la puerta principal de la Basílica y allí estábamos puntuales todos los seminaristas y diáconos que debíamos ayudar en la ceremonia. En medio del ensayo uno de los “monseñorini” – como les llamábamos en el colegio a los sacerdotes del Vaticano – hizo un comentario muy educado sobre las barbas que vestían mi rostro; también yo fue muy educado cuando le respondí: - “me afeito si usted me consigue dos boletos de ingreso a la misa para mis mamás”; metió su mano en uno de los profundos bolsillos de su sotana de botones rojos – “son los dos últimos que me quedan”- me dijo mientras me los alcanzaba. Esa noche, puse a remojar mis barbas.
El Domingo de Pascual por la mañana, sin que me reconociera en el espejo, junto a mi madre y mi abuelita, muy temprano, llegamos a la Plaza San Pedro que estaba particularmente más bella y florida que nunca y donde el anciano Papa Juan Pablo II, que ya no se alzaba de su silla, celebraría la Misa de Pascua y luego enviaría su saludo de “felices pascuas” es más de 30 idiomas.

Dejé a mis mamás sentadas justo detrás de los cardenales, arzobispos y clero mayor que suele acompañar al Pontífice en esas ocasiones y fui a la Sacristía dentro de la Basílica de San Pedro para alcanzar a todos los jóvenes que debíamos servir la santa misa. La sensación de salir en solemne procesión desde dentro de la Basílica de San Pedro hacia la iluminada Plaza San Pedro es una imagen que aún no he podido olvidar, ni lograr comunicarla por la cantidad de sensaciones que se cruzan por la mente y el corazón. Cuando ya estábamos posicionados según los ensayos por un costado de la Plaza entró el Papa en su papamóvil para pasar cerca de la gente que lo esperaba en la plaza. Recibí la comunión de manos del Santo Padre y durante la ceremonia logré ver a mi madre que intentaba sacar fotos con la cámara fotográfica que mi padre le había regalado el día de su matrimonio. Supe también que la ceremonia desde el Vaticano fue transmitida en Bolivia y mis hermanos saltaron de alegría cuando vieron a mi mamá y a mi abuelita que aparecieron por televisión en el otro lado del mundo.

Dios fue muy bueno, y creo firmemente que mi padre desde el cielo nos ayudó a vivir un luto con la serena esperanza cristiana de saber que podíamos ser felices incluso luego de su partida.

Juan Pablo II ya era parte de mi vida, era el Papa de mi niñez y era la imagen con el que había crecido mi fe cada vez que en la misa se rezaba por el Santo Padre. Esos años se grabaron en mi mente el testimonio de ese gran hombre que mostraba en carne propia el sufrimiento y la valentía de seguir con convicción su vocación que había iniciado cuando muy joven decidió decir “sí” a Cristo. Más de una vez vi jóvenes y personas de cualquier edad llorar cuando veían el testimonio sufriente de Juan Pablo II. Ese hombre sufriente no dejaba indiferente a nadie, poco a poco estaba perdiendo su voz, pero crecía infinitamente su comunicación. Cada suspiro, cada molestia dolorosa vivida en público eran también un signo de su servicio evangelizador para un mundo que esconde a los enfermos, ignora el dolor y no quiere envejecer.








CUANDO JUAN PABLO II SE FUE PARA QUEDARSE ENTRE NOSOTROS


Cuando ejercía mi servicio sacerdotal en Cochabamba, el Vaticano era ya un mundo lejano que estaba en el lugar que todos reservamos para recuerdos gratos de la vida. Al dirigir la oficina de comunicación del Arzobispado de Cochabamba y mediáticamente era imposible no seguir a través de los medios de comunicación el estado de saludo del anciano Papa que en varias ocasiones fue trasladado al hospital Gemelli de Roma. En efecto, el primer lugar que Juan Pablo II visitó al día siguiente de ser elegido como Sucesor de Pedro, fue el hospital Gemelli para encontrar a un Cardenal Polaco, amigo suyo que durante el cónclave había sufrido una embolia, era el Cardenal Andrés Deskur  que había vivido muy intensamente la elección del Pontífice y poco antes del nombramiento de Wojtyla cayó enfermo. Ese mismo hospital fue el último lugar visitado por Juan Pablo II antes de fallecer, él mimo, con su natural espontaneidad, bromeó diciendo que "el Gemelli de Roma era el Vaticano III" por la cantidad de visitas y de tiempo que el Papa había transcurrido allí.

El tiempo pasaba. Después de la Semana Santa del año 2005 en mi ciudad viajé a un lugar entre los montes de Cochabamba y Santa Cruz, a un pueblito perdido y hallado por el Cardenal Julio Terrazas que luego de encontrarlo cuando era cura párroco, lo dignificó con una capilla y luego hizo construir algunas habitaciones para pasar algunos días durante el año con sus sacerdotes y, sobre todo, con los comunarios  que vivían y aún viven de la pesca, la siembra y el esporádico trabajo cooperativo que realizan. El nombre del pequeño pueblo: Masicurí.

La semilla de la amistad con Cardenal Terrazas se había sembrado años atrás en un primer encuentro en Roma, creció poco a poco con el único alimento válido para las amistades: el tiempo y la sinceridad.

Visitar al Cardenal en Masicurí por unos días al año era una cita esperada con alegría; por otro lado era aislarse del mundo porque al pueblo aún no había llegado la electricidad pública y sólo había un teléfono que funcionaba si Dios no hacía llover y que tenía todas las llamadas interceptadas por la dueña de la tienda que durante cada conversación telefónica se transformaba en una esfinge acompañante.

Ese año a media semana en una de las caminatas vespertinas comprendimos que algo grave había sucedido cuando un colaborador cardenalicio nos alcanzó corriendo con una radio a baterías entre sus manos y se apartó con el Cardenal Terrazas para decirle no se qué.

Al día siguiente durante el desayuno de jugos de fruta natural y pan recién horneado, escuchamos en el radionoticiero que el Papa Juan Pablo II estaba gravemente enfermo, y en medio de la noticia surgió la voz del sacerdote encargado de las comunicaciones de Santa Cruz, el padre Hugo Ara que declaraba que el Cardenal Terrazas ya se encontraba en camino de regreso desde Masicurí . – “En una hora salimos de regreso” –  fue la orden del Padre Julio que rompió el silencio que se había materializado en el aire tras escuchar la noticia de la radio comunitaria.

Las horas que pasamos en el viaje de regreso fueron, más bien, silenciosas y tras llegar a Santa Cruz el Cardenal ya se dirigía a Roma y yo viajaba a Cochabamba.

En Cochabamba se supo la noticia el mismo sábado dos de abril poco después de las tres y media de la tarde; días después tuvimos que escribir un artículo justificativo en el boletín de noticias de la diócesis y explicar porqué las puertas de la Catedral estaban cerradas cuando se supo que el Papa Juan Pablo II había muerto y la gente que espontáneamente se había dirigido a la Iglesia Madre de la ciudad se encontró con los portones cerrados.  La razón era muy sencillas, en ese entonces la potestad de las llaves las tenían los sacristanes y sólo Dios sabía dónde y cómo encontrarlos los sábados por las tardes, así lo había dispuesto Mons. Rosales –entonces rector de la catedral-, de bendita memoria. 

Después de una semana, el motor pastoral del arzobispado organizó una celebración litúrgica en la Plaza Principal que rindió homenaje al Papa  Juan Pablo II. En un momento de oración, al final de la Eucaristía se difundió por los parlantes frases que el Papa había pronunciado a los jóvenes de Bolivia cuando visitó la ciudad tantas décadas atrás. Se pudo escuchar también la frase  "Debo volver a Cochabamba". La ceremonia que reunió a miles de personas fue realizada en la Plaza principal de Cochabamba y la misma gente que había expresado su malestar por las puertas de la catedral cerradas, una semana después lo agradeció mucho.


Un año había pasado de la muerte del Papa Juan Pablo II cuando tuve la oportunidad de regresar a Roma y experimenté una extraña sensación que sólo la había sentido años atrás cuando retornaba a casa después de muchos años y ya no encontré a mi padre porque se había ido. Sucedió cuando llegué al Vaticano y tras hacer una larga fila ingresé a la cripta de la Basílica de San Pedro y me encontré de frente a la tumba del Papa Juan Pablo II.

La emoción era la misma de visitar el lugar donde un amigo había sido enterrado, era un  monumento fúnebre sencillo que recordaba la grandeza de un hombre que marcó la vida de tantas generaciones. Juan Pablo había recorrido el mundo y ahora desde la simplicidad  de su mausoleo minimalista de mármol blanco veía el mundo pasar delante de él.

Un hombre de un país lejano, escogido para servir al mundo y recordarle que Dios existe, Juan Pablo II se había ido. Pero ahora que la Iglesia lo ha declarado Beato; Juan Pablo II ha vuelto para quedarse entre nosotros.




ARIEL BERAMENDI



30 de abril 2011





(fin)

3 comentarios:

  1. Para mí, aún no hubo otro papa que se aproximara a su bondad y generosidad de Juan Pablo II. Todos quedaron tristes al saber de su muerte. Sofrimos con la fragilidad de su salud aún así, no se dejo vencer y continuo con su mision hasta el final. No hubo papa que superara su sabedoria.

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  2. muchas gracias por leerme :) y very nice saber que estés bien

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